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CROMWELL Y LA REVOLUCIÓN INGLESA

 

GLOSARIO

ACTA DE NAVEGACION: Instrumento de la política mercantilista de Cromwell, esta ley prohibía la importación de productos coloniales a bordo de navíos que no pertenecieran al país de origen o bien fuesen ingleses.

CAMARA ESTRELLA: Cámara del palacio de Westminster, donde se reunía un consejo real privado del mismo nombre que fue creado en 1487 con funciones judiciales. Fue abolido por el Parlamento en 1641.

COMMONWEALTH: Nombre que recibe el régimen republicano establecido en Inglaterra, tras la ejecución de Carlos I, en 1649. Fue gobernado por Cromwell en forma dictatorial desde 1653 y finalizó con la restauración de la monarquía en 1660.

CONSEJO PRIVADO: Organismo de gobierno inglés, surgido en el siglo XIII de la Curia regís de los reyes normandos, al tiempo que se individualizaba el consejo amplio o Parlamento. Se convirtió en órgano esencial de gobierno con los Tudor y empezó a declinar con los Estuardo.

COPYHOLD: Tenencia de tierras en condiciones que hubieran sido establecidas en los archivos de la propiedad señorial (manor). Fue un tipo de arrendamiento muy frecuente hasta el siglo XVII.

CUAQUEROS: Secta religiosa fundada por George Fox en 1647, en Inglaterra. Su denominación proviene de las palabras de Fox: Honrar a Dios y temblar (to quake) ante su palabra. Postulan la autoridad suprema de la palabra interior del Espíritu Santo (las escrituras no son criterio determinante), la supresión de todos los sacramentos, la prohibición de todo juramento, la negativa al derecho de legítima defensa, la abolición del ministerio ordenado y el sacerdocio universal.

DIGGERS: (cavadores) Movimiento campesino radical relacionado con los Niveladores que se oponía a las prácticas agrarias de los grandes propietarios. Cromwell reprimió su sublevación en 1649.

GENTRY: Clase social de propietarios rurales acomodados, formada por caballeros de la pequeña nobleza y también por ricos comerciantes o miembros de profesiones liberales que, tras ocupar cargos públicos en las ciudades, habían comprado fincas para retirarse a ellas.

NIVELADORES: Republicanos radicales surgidos en las filas del Nuevo Ejército Modelo hacia 1647. Eran hostiles a la monarquía, desconfiaban de las tendencias autoritarias de Cromwell, con quien acabaron enfrentándose. Pedían la reforma del Parlamento.

NUEVO EJERCITO MODELO: Ejército organizado por el Parlamento inglés para enfrentarse a las tropas de Carlos II, siguiendo el reglamento y formación militar del ejército de los santos de Oliver Cromwell.

PETICION DE DERECHOS: Medida por la cual el Parlamento inglés exige a Carlos I en 1628 el reconocimiento de la inviolabilidad personal frente a las detenciones arbitrarias y el control parlamentario de todo aumento de impuestos.

PURITANOS: Grupo de no conformistas con la Iglesia anglicana que recusaban su organización jerárquica, su vinculación al estado y su culto romanista y eran partidarios de una organización democrática y comunal al estilo de los presbiterianos escoceses. Su ideal era conservar la autoridad de las Escrituras, la sencillez de los servidores de Cristo y la pureza de la primitiva Iglesia.

YEOMANRY, YEOMEN: Grupo social formado por los pequeños propietarios campesinos.

 

A la muerte de Isabel, el heredero legítimo, indiscutible, del trono de Inglaterra era Jacobo, el hijo de María Estuardo y de Darnley. Sus derechos derivaban de haberse casado el rey de Escocia, abuelo de María Estuardo, con una princesa inglesa. Con Jacobo I se unieron definitivamente las coronas. Desde entonces, como decía Isabel, ya no habría una Inglaterra y una Escocia, sino una Gran Bretaña. La vida de Jacobo I había empezado con la tragedia de su padre: el asesinato de Darnley coincidió con el bautizo de su hijo. Rey de Escocia desde su infancia, por la abdicación y cautividad de su madre, Jacobo había visto, de los cuatro regentes que administraron el país durante su menor edad, morir dos asesinados y otro en el patíbulo. Las ideas del Humanismo y del Renacimiento acerca del asesinato por razón de Estado, así como del regicidio en pro del bien común, empezaban a ponerse en práctica con una naturalidad alarmante.

Al llegar Jacobo I a Londres, en 1603, su problema primero y más urgente fue el de restablecer la paz con España. De hecho, España e Inglaterra continuaban en estado de guerra desde los días de la Armada. Jacobo I encontró la fórmula para acabar las hostilidades: dijo que él, como rey de Escocia, no estaba en guerra con España, y como no se podía separar al rey de Escocia del rey de Inglaterra (porque eran una misma persona), tampoco el rey de Inglaterra estaba en guerra con España. Esto parecía confirmar el juicio que Enrique IV de Francia había emitido acerca de Jacobo I cuando dijo de él que era “el tonto más ingenioso de la cristiandad”.

La paz con España debía sellarse con un matrimonio real. Jacobo tenía para casar al príncipe heredero, y desde 1604 los ministros y embajadores ingleses estuvieron concertando su boda con una infanta. El negocio no era fácil, pues si bien Felipe III dotaba a su hija con 600.000 libras, que casi hubieran enjugado el déficit inglés, en cambio España, o mejor dicho, Roma, imponía unas condiciones que Jacobo y su hijo no se sentían con ánimo suficiente para aceptar. En el fondo, Roma trataba de obtener la libertad de cultos para los católicos ingleses, y además, que los hijos de los príncipes fuesen educados por su madre, española y católica: que fueran de su misma religión.

Para llegar a un acuerdo, obteniendo, a cambio de estas concesiones religiosas, ventajas políticas, el príncipe de Gales, que después fue Carlos I, con su amigo y favorito Buckingham, fueron a Madrid en 1623. Eran los dos más apuestos mozos del mundo entero, pero no consiguieron vencer a los curiales españoles; éstos escamotearon de los capítulos matrimoniales los artículos referentes a las ventajas políticas que pedían los ingleses, a cambio de la libertad de cultos y otras concesiones que exigían los católicos en materia de religión. Al descubrir el error u omisión, Carlos y Buckingham, indignados, regresaron a Inglaterra. Al fin se había desistido del matrimonio con la infanta española, y dos años después, en 1625, Carlos casaba con una hermana de Luis XIII de Francia. Este enlace traería por lo menos la paz con los franceses, puesto que Jacobo y su hijo Carlos habían heredado también de Isabel su política de ayudar a los hugonotes.

Combinando matrimonios durante veinte años, padre e hijo acabaron, sin embargo, con los peligros de la invasión española y del ataque concertado de Francia y España, que hubiera ahogado a la Gran Bretaña antes de nacer. Esta seguridad exterior que obtuvieron Jacobo I, y sobre todo su hijo Carlos, permi­tió que Inglaterra fuese la primera en librar la gran batalla para conseguir las libertades políticas de la democracia que hoy, en mayor o menor grado, todavía disfrutamos.

Se dio primero en Inglaterra; después, con pocas diferencias de detalle, se reprodujo en América y en Francia. Parece como si fuera necesario repetir el experimento en el laboratorio del mundo para que la humanidad acepte definitivamente un cambio razonable

Vamos a ver en qué consistía la idea revolucionaria en el siglo XVII y en Inglaterra. El concepto de la casi divinidad de la augusta persona imperial o real había llegado como una herencia de Oriente hasta el Imperio romano. El rey lo era por elección divina, o por haber heredado la corona de otro que la había recibido directamente de Dios. La Iglesia aceptó esta idea, ratificando la elección del Todopoderoso. En su nombre ungía o coronaba a los monarcas que se lo permitían. El derecho divino a la corona se transmitía de padres a hijos, y las usurpaciones trataban de justificarse con algún enlace o abdicación. En el caso de un rey inepto, la Iglesia podía aceptar el regicidio. Es rey sólo el que gobierna justamente, y si no lo hace así ya no es rey, decía san Isidoro de Sevilla.

No se concebía, teológicamente, que el rey compartiera su soberanía con otras potestades o autoridades de linaje no divino.

Al final de la Edad Media los nobles y las potestades eclesiásticas, sin discutir este derecho divino de la realeza, fueron obteniendo concesiones de privilegios que en definitiva eran limitaciones del poder real. Pero en los siglos XVII y XVIII apareció una nueva doctrina, de cuyo tremendo radicalismo no nos damos cuenta porque estamos ya familiarizados con ella: es la de la soberanía del pueblo por encima (y hasta con exclusión) del rey. La nación se posee a sí misma, sin limitaciones; el derecho a regir el Estado puede el pueblo delegarlo en un príncipe o en una casta, pero uno y otra deberán dar cuenta de sus actos y, bajo ningún concepto pueden extralimitarse de las instrucciones que reciben periódicamente del Parlamento.

Esta idea es consecuencia de la Reforma. Si un remendón, según Lutero, puede interpretar las Escrituras gracias a una luz enviada por Dios, si no se requiere ningún intermediario entre Dios y el alma para la revelación, igualmente, mayormente, podrá el remendón opinar en asuntos de política. Así como, según san Pablo, la Iglesia es un cuerpo en el que todos sus miembros son necesarios, así la nación formará otro cuerpo en el que cada ciudadano tiene su función que cumplir y debe participar por necesidad en su gobierno. En esto todo el mundo estará conforme, pero los aristócratas y realistas añadirán que cada ciudadano, según su nacimiento y sus capacidades, debe tener diversos grados de participación. El rey necesita del remendón para remendar sus zapatos, pero se necesita de un rey para gobernar la tierra, la ciudad y hasta la casa del remendón.

Hay que convenir, sin embargo, que cuando el remendón se ha acostumbrado a la idea de que él recibe directamente de Dios revelaciones acerca de las cosas divinas, le será mucho más difícil acostumbrarse a la idea de que tiene que aceptar sin discusión una autoridad terrenal para las cosas mundanales. Además, la lectura de la Biblia no era favorable al desarrollo de un espíritu de disciplina monárquica. Los puritanos ingleses leían, en los libros de los reyes de Israel, ejemplos de escándalo y perversión que les animaban a ser republicanos. Es verdad que los últimos profetas ensalzaron el gobierno monárquico, pero en los primeros siglos del protestantismo los libros de los profetas no se leían con el entusiasmo con que se leen hoy. Actualmente, lo poco que queda de sincero y ferviente en el protestantismo es de tipo profético; se espera con ansia la inminente segunda venida de Cristo. Lo que leían los puritanos en el siglo XVII eran los Salmos y los libros históricos de la Biblia, que eran de tenor republicano. De las profecías (que eran más bien monárquicas) no comprendían gran cosa. Sin vacilar, el Dios del Sinaí y de los Jueces de Israel era resueltamente republicano. ¡Qué tremenda maldición les envía, por boca de Samuel, a los judíos cuando le piden un rey! “Será como la zarza del camino, llena de espinas; os robará vuestras hijas para prostituirlas, vuestros hijos serán sus esclavos.”

Enfrente de este espíritu puritano y republicano, resultado del protestantismo, había otro realista, casi tan respetable, resultado del humanismo. Si el genio tiene el deber de intensificar su personalidad para con ella servir al bien común, ¿dónde mejor que entre la realeza se encontrará el material para formar el verdadero príncipe? Claro que un príncipe como el deseado por Maquiavelo puede originarse de una familia humilde y ensalzarse por sus méritos: valor y generosidad..., ¿pero no es más natural que el verdadero príncipe haya nacido de una familia de príncipes, tenga conciencia de la propia superioridad, esté acostumbrado a la abundancia y desee superar en grandeza a sus ilustres progenitores?

Esta idea, acaso inconscientemente, llevó al absolutismo de los Estuardos y los Borbones. El rey sentía el deber de mostrarse déspota. Para gobernar dependía de un valido, privado o favorito. Ambos, el rey y el privado, decidían en un cubículo, sin testigos, la marcha de la política: después el valido, ministro o favorito, con ayuda de secretarios hábiles movía todo el engranaje del Estado. Y si el rey era un monarca inteligente, como Luis XIII, y el privado un espíritu noble, como Richelieu o Colbert, casi no se hubiese podido formular objeción alguna contra este sistema, que tenía la ventaja de hacer recaer todas las faltas y errores sobre el privado, mientras que el rey recogía sólo los laureles y triunfos. El personaje odioso era el favorito; él era quien exigía los nuevos impuestos; el rey sólo hacía que gastarlos, y de su mano pródiga caían sólo beneficios.

El primer privado de Carlos I de Inglaterra fue aquel mismo Buckingham que ya hemos encontrado en Madrid como camarada de Carlos. Viajando de incógnito, Carlos y Buckingham llegaron una noche a la embajada de Madrid; el primer sorprendido de su llegada fue el conde de Bristol, que no sabía nada de la aventura. Buckingham gustaba de estas empresas arriesgadas, que hacen amable a un individuo cuando no expone más que su vida, pero que son peligrosísimas en negocios de Estado. Buckingham comprometió a su amo y amigo Carlos I en una política exterior descabellada de guerra contra España y Francia. Fue asesinado cuando se preparaba a embarcarse en el puerto de Portsmouth en otra expedición para ayudar a los hugonotes, dejando a su rey una deuda cinco veces mayor que la que dejó Isabel a Jacobo I.

Era costumbre inmemorial de la realeza, sobre todo en Inglaterra, obtener los recursos por medio de un Parlamento. Era lo único que se pedía a esta asamblea de representantes de la nobleza, del clero y de las ciudades. Se convocaba al Parlamento con gran irregularidad y casi exclusivamente para lograr sin violencia el cobro de los impuestos. Los Parlamentos aprovechaban esta ocasión para entregar al rey un memorial proponiendo reformas, que leía después el monarca o su privado, pero sin que la voluntad del Parlamento tuviera carácter imperativo. Sin embargo, esta pequeña limitación del poder real por el Parlamento era suficiente para hacer dudar de la legitimidad de los demás privilegios reales. ¿El rey podía hacer justicia, podía declarar la guerra, y no podía imponer contribuciones? Y todo por una tradición no justificada más que por la costumbre. Un pastor protestante, de nombre Mainwaring, comprendió lo absurdo de tal excepción y publicó un sermón diciendo que el rey tenía derecho a cobrar los impuestos que creyese conveniente. Todo el mundo se escandalizó, menos Carlos I, que le otorgó una pensión.

Los tres primeros Parlamentos de Carlos I, por su carácter díscolo y su resistencia a conceder los recursos que les pedía el monarca, fueron disueltos rápidamente. Dejaron en el rey y los que le rodeaban una impresión desagradable, pues advertían en ellos cierta tendencia a dar consejos sobre política exterior y a entremeterse en los asuntos de gobierno. Clarendon dice que todo el mal que le advino después a Carlos I fue el resultado de la violenta discusión de sus primeros Parlamentos. “Se separaron (el rey y sus Parlamentos) sin respeto ni caridad el uno para el otro, como personas que no deben ya encontrarse sino para atacarse o defenderse.”

Los años que van desde el 1629 hasta el 1640 forman el periodo más largo de la historia de Inglaterra sin Parlamento. El rey procuró cubrir los gastos de su casa y los del Estado con los derechos de aduana y obligando a sus amigos y enemigos a hacerle dádivas. Acaso creía Carlos I que con esta inactividad política se apaciguaría el Estado y que un día más o menos lejano podría disponer de un Parlamento manejable, como los que convocaba en Francia su cuñado Luis XIII. Pero a menudo la falta de expansión, en lugar de calmar los ánimos, los exaspera y provoca todavía mayores excesos.

Algunos de los antiguos miembros del Parlamento continuaban reuniéndose en casas particulares para comentar los acontecimientos, y la imaginación, que debía permanecer inactiva en el terreno político, se explayaba en materias de religión. Se leía más y más el Antiguo Testamento, y de ello resultó que, sin nada práctico en que poderse ocupar, en estos once años sin Parlamento los protestantes ingleses se dieron cuenta de la enorme distancia que separaba a su Iglesia reformada de la Iglesia cristiana de las Escrituras.

La Iglesia anglicana, tal como quedó después de los cambios y paliativos de Isabel, tenía todos los defectos de la Iglesia romana sin el prestigio que a esta le daba la tradición. Era sobre todo un órgano del Estado o, lo que es lo mismo, un instrumento del rey. Los clérigos anglicanos, casados, no parecían más piadosos que los católicos romanos, que permanecían célibes. Los obispos disfrutaban de pingües rentas y se valían de castigos inquisitoriales para imponer su disciplina. El inquisidor, juez sin apelación, era el arzobispo primado de Canterbury, cierto Laud, amigo de Carlos I. He aquí algunas de sus sentencias: en 1640 ordenó cortar las orejas a un sujeto porque había publicado un libro contra el episcopado protestante. Otro puritano, que protestó contra la liviandad del teatro (especialmente por permitirse a las mujeres salir a escena), fue también desorejado. Otro que perdió las orejas por orden del arzobispo fue un médico que compuso una parodia de la letanía con estas palabras: “De plagas, peste, hambre, obispos, clérigos y diáconos, liberanos, Domine’’.

El puritanismo iba a ser un protestantismo dentro del anglicanismo, y un diluvio de impresos cortos, piadosos y políticos, hacían el efecto de una campana tañendo a rebelión. La mayoría sólo tenían el interés de su fanatismo, y por la violencia del lenguaje merecían correctivo, pero entre ellos apareían el Lycidas, de John Milton, uno de los pensadores más profundos de aquel tiempo. El rey, mientras tanto, proseguía su vida pacíficamente. Era un esposo modelo, adoraba a sus hijos, senda pasión por construir edificios en el nuevo estilo clásico y sobre todo por coleccionar pinturas, pero no podía acusársele de pródigo ni caprichoso. Para gobernar el Estado se valía de lord Strafford, a quien había elevado desde una dorada medianía, y que tampoco era cruel ni perverso. Acaso ese estado de cosas hubiera continuado indefinidamente si no hubiese sido por los disturbios de Escocia, también de carácter religioso, que exigían una campaña y, por lo tanto, dinero. El rey convocó un Parlamento en 1640, que duró pocos días y aca­bó votándole un subsidio de 120.000 libras. Más extraordinario todavía para un Parlamento fue que en él se acordó que los clérigos, en sus parroquias, debían predicar cuatro veces al año la doctrina del derecho di­vino de los reyes; que los que se levantaran en armas contra el rey serían castigados con las penas del infierno y que clérigos y maestros debían jurar que nunca consentirían que se apartara el gobierno de la Iglesia de su presente jerarquía de arzobispos, obispos, sacerdotes, diáconos, etc. A este juramento se le llamaba, en mofa, el del etcétera.

Animado por la experiencia del Parlamento corto, que así se llamó el primero de 1640, el mismo año, en noviembre, Carlos I convocó un nuevo Parlamento que duró trece años y se llamó el Parlamento largo. Es el que se rebeló contra el rey y le condenó a muerte. El Parlamento inglés se componía de dos Cámaras, una para los lores, o nobleza y clero, y otra para los comunes, o representantes de las ciudades. Se reunía en unos edificios que no tenían ninguna condición para asamblea, restos del palacio real de Westminster, anexo a la abadía. Uno de los locales, el que servía para las reuniones de los Comunes, era la ex capilla de San Esteban, la cual tenía ventanas que daban al río. El monarca habitaba el nuevo palacio de Whitehall, situado a un kilómetro de distancia, sin terminar, como ha quedado hasta ahora, pero construido ya en el estilo grandioso del Renacimiento italiano.

El acto de apertura del Parlamento largo no pareció augurar la tragedia que se desencadenó después. El rey llegó sin pompa en la barca real y subió a la sala del Parlamento por las escaleras del muelle. Habló a los reunidos en términos de moderación: “Deseo que éste sea un Parlamento feliz; evitemos todo recelo, tanto por vuestra parte como por la mía”. Pero era imposible que la nación pudiese olvidar el abuso de once años de postergación, sin permitírsele ni el desahogo de un Parlamento a la antigua. Por esto, seis días después de la apertura ya le fue posible a un diputado por Londres, llamado Pym, hacer que los Comunes acordaran que fuese acusado de traición lord Strafford, que había dirigido los negocios del Estado como valido y favorito real. Los Comunes aquella misma noche fueron en comitiva —más de trescientos se congregaron— a la sala donde estaban reunidos los Lores y reclamaron la prisión de lord Strafford como traidor. Los Lores, sorprendidos por aquella inusitada manifestación, y por la proposición, más extraña todavía, empezaban a discutir el asunto cuando entró en la sala el propio Strafford. Este, sin más demora, fue detenido y encerrado en la torre de Londres, en calidad de prisionero de los Comunes. El rey, acaso sorprendido por la rapidez de los acontecimientos, o porque creyera que la falta de jurisprudencia impediría formalizar la acusación, permitió que se encarcelara a Strafford. Pero había una antigua ley en Inglaterra que condenaba a muerte al que hiciese traición al rey, y ésta fue la que se desenterró para procesar a Strafford. El Parlamento se acogió a esta ley y pretendió haber probado que el favorito había hecho traición, y que esta traición había sido traición al rey... Lo primero era posible; gobernar a un país once años, con poder absoluto, implicaba haber hecho cosas que podían parecer abusos, y éstos calificarse de traición. Pero que la traición era contra la persona real resultaba enteramente imposible probarlo, a menos que se estableciera el hecho jurídico, completamente nuevo, de que el rey y la nación eran una misma cosa. A esto se llegó por declaración del Parlamento, y ya entonces el rey comprendió que peligraba la vida de su favorito. Seguro todavía de sus propios derechos, Carlos I tomó el partido de ir en persona al Parlamento para defender a su valido. Llegó allí, tomó asiento y, con la cabeza cubierta, declaró que Strafford nunca le había aconsejado nada que fuese traición contra él ni contra el reino, “aunque, por haber abusado del poder, era claro que no podía continuar sirviéndole en ningún cargo de confianza”... Acabó suplicando a los reunidos que encontraran un término medio entre la fortuna de que Strafford había gozado hasta entonces y la muerte que significaba la sentencia de traición. En el fondo, era abandonar al amigo.

Esta defensa del rey le fue fatal al favorito. El mismo rey había reconocido abusos; ¿por qué, pues, no se había anticipado él a castigarlos? La declaración real era injusta, porque no se había encontrado más falta grave en Strafford que la de ser valido de un monarca absoluto. Sin embargo, Carlos I firmó la sentencia y Strafford fue decapitado el 12 de mayo de 1641, en la colina delante de la torre de Londres. El hacha del verdugo cortó su cabeza de un solo golpe. La inmensa multitud que había presenciado la ejecución se desparramó por la ciudad gritando alborozada: “¡ Justicia! ¡Justicia! ¡Se ha hecho justicia!”.

El segundo ataque de los Comunes se dirigió contra los obispos que tenían sus sitiales en la Cámara de los Lores. Era de todo punto evidente que el protestantismo episcopal resultaba tan intolerante como el catolicismo. El rey, que era protestante, defendía ardientemente la autoridad de los obispos en la iglesia, pero al fin tuvo también que transigir, y su otro amigo, el primado de Canterbury, aquel famoso Laud que desorejaba a los que se le insolentaban, fue también encerrado en la torre. Además, los Comunes redactaron un memorial, llamado el Gran Reproche, en el que, sin orden ni concierto, casi acusaban al rey de todos los abusos de los obispos, clérigos y consejeros. Este disparatado Reproche fue compilado mientras Carlos I estaba ausente. Había ido a Escocia para resolver negocios de estado dificilísimos. Cuando volvió, el pueblo de Londres le recibió con entusiasmo. Animado por esta efímera popularidad, Carlos, en lugar de disolver el Parlamento, concibió la descabellada idea de acudir en persona a Westminster para detener a cinco de los diputados más rebeldes de los Comunes. Era el 4 de enero del año 1642. El rey salió de palacio animado por su joven esposa, que le aconsejaba que no fuera cobarde. Alto, delgado, con su elegante porte realzado por un vestido de terciopelo negro y el collar de la Orden de la Jarretera, Carlos entró en la capilla donde se reunían los Comunes. Entró sin saludar, se sentó en el sillón del presidente y buscó con los ojos a sus enemigos; advertidos éstos, habían escapado por la escalera del río, yendo a refugiarse en el Guild-Hall, o palacio municipal de Londres. Al darse cuenta de su huida, el rey murmuró despechado: “¡Los pájaros han escapado!”, y salió de la sala acompañado de los gritos del Parlamento: “¡Violación, privilegios, violación!”.

Al día siguiente el rey, exasperado, fue al Guild-Hall, sin escolta. También el Consejo municipal rehusó la entrega de los cinco diputados. Otra vez tuvo que escuchar los gritos de violación y privilegio. Esto era ya demasiado para un príncipe que estaba bien persuadido de su obligación de gobernar personalmente en virtud de su derecho divino. Sin planes preconcebidos, el 10 de enero salió Carlos de Londres para no volver ya sino vencido y prisionero. En cambio, aquel mismo día los cinco miembros perseguidos de la Cámara de los Comunes regresaban a Westminster en triunfo, escoltados por una multitud que les ovacionaba y vitoreaba.

Pronto empezó la guerra declarada entre el rey y el Parlamento. Para fortalecer su posición jurídica, el Parlamento declaró que no podía ser disuelto sin su propio consentimiento. Pasó a ser una asamblea soberana que podía durar eternamente. Además, reclutó un ejército, en un principio con la sola idea de defender sus privilegios y su mera existencia. El rey estableció su corte en Oxford y allí fueron a acompañarle la mayoría de los lores, que si bien al principio habían consentido y aun fomentado la agitación de los Comunes, al ver el cariz que tomaban los acontecimientos se pusieron al lado del rey; éste pudo llegar a reunir en Oxford ochenta y ocho lores y setenta y cinco miembros de la Cámara de los Comunes, que formaron lo que se llamó Parlamento mestizo por los parlamentarios de Westminster.

  La mayoría de los Comunes y algunos lores quedaron en Londres. El general en jefe del ejército del Parlamento fue por largo tiempo lord Essex. Las operaciones del ejército absolutista las dirigía el rey en persona, pero se aconsejaba de su sobrino el príncipe Ruperto, que había llegado de los Países Bajos para ayudarle. El príncipe Ruperto es una de las personalidades más interesantes de la época; era filósofo y artista del arte más aristocrático y noble de aquella época, esto es, el arte de la guerra. Cervantes vacila entre la superioridad de las armas o la de las letras. Ser militar entonces, cuando las guerras no representaban hecatombes, era ocupación respetable. El príncipe Ruperto consideraba la guerra como un deporte y una ciencia; era generoso con el enemigo y de valor excepcional, parejo a sus instintos tácticos. Es probable que, de haber sido él solo quien dirigiera las operaciones, hubiera ganado la causa realista; pero era de rigor que, en campaña de esta naturaleza, se prestara atención a las disposiciones del monarca; éste, después de cada derrota, se sentía más absolutista, menos inclinado a pactar y transigir con el Parlamento de Londres. Entre tanto, la reina estaba en Francia o en Holanda, intrigando con sus parientes. Carlos recibía y escuchaba toda clase de propuestas de auxilio extranjero, sin considerar que, para salvarse él, entregaba Inglaterra al enemigo. Todo menos legalizar una disminución de su poder absoluto. He aquí palabras del rey que se han hecho famosas en la Historia: "Yo no consentiré en entregar ni la Iglesia, ni los amigos, ni mi espada como vencido. No sé de dónde llegarán auxilios, pero estoy dispuesto a vender a Inglaterra y a todos los ingleses al que quiera ayudarme a defender aquellas tres cosas. Y si no llega auxilio, pereceré en la demanda”. Por estos conceptos, Carlos I de Inglaterra es una de las grandes figuras de la Historia; no es un infeliz, inconsciente de sus derechos y sus deberes, como Luis XVI de Francia o Nicolás II de Rusia. Carlos I de Inglaterra fue mártir de una idea equivocada o anacrónica, pero mantenida con sinceridad. El reino heredado de sus abuelos era suyo, podía venderlo, enajenarlo. El Estado era él, los súbditos debían obedecerle, sin recibir en compensación ningún derecho.

Es también providencial que delante de la noble figura del rey se destaquen con igual grandeza las nobles figuras de sus enemigos. En julio del año 1645 el ejército absolutista fue deshecho en una batalla cerca de York, en el llano llamado Marston-Moor. El príncipe Ruperto mandaba las tropas reales y Essex las del Parlamento, pero el combate se ganó por el arrojo que demostró Oliver Cromwell, que estaba al mando de la caballería parlamentaria.

Cromwell era hijo de una familia acomodada de Cambridge. Había empezado sus estudios en la universidad, pero al cabo de un año, acaso disgustado por el espíritu aristocrático de aquel centro docente, marchó a Londres para aprender el oficio de abogado. Representaba en el Parlamento a la ciudad de Cambridge, no la universidad, que tenía su representante en la Cámara de los Lores. Cromwell era irascible, pero de un celo y piedad sin límites.

Después de la desbandada del ejercito real, Essex y Cromwell fueron a Londres y allí, en el Parlamento, Cromwell propuso la creación de un nuevo tipo de milicia. Estaría formada exclusivamente por voluntarios creyentes, puritanos de fe probada, que se alistarían, no por un año o dos, sino hasta el final de la guerra. Los lores (los trece que quedaban en Londres) se opusieron a este nuevo instrumento de combate, pues comprendieron que en aquellos sectarios armados podían despertarse ambiciones de gobernar; pero la idea de Cromwell triunfó y así se formó el famoso Nuevo Ejército del Parlamento. Se llamaba de los cabezas redondas porque iban rapados del todo, en contraste con el ejército de los caballeros, vestidos a la antigua usanza del ejército real. Los santos, devotos, sectarios, puritanos, o lo que fuesen, no sólo querían defender los derechos democráticos del Parlamento, sino, sobre todo, imponer sus ideas religiosas de profetismo y piedad. Lo notable es que el Nuevo Ejército se proveyó de las armas más modernas; se habían hecho grandes progresos en el arte militar de Europa durante el período de las guerras de religión, y muchas de estas nuevas tácticas e inventos no se habían todavía introducido en Inglaterra. Sólo por su mejor armamento la Legión de Santos, que tales eran los soldados del Nuevo Ejército, ya debía haber vencido a los absolutistas, pero además se les impusieron, y los cabezas redondas los aceptaron, los más terribles castigos en casos de indisciplina. Cada soldado iba provisto de su Biblia y de sus ordenanzas, en las que no se perdonaba ni el más ligero exceso.

Como ya hemos dicho, el Nuevo Ejército fue idea y creación de Cromwell, pero se confió su mando a sir Thomas Fairfax, un noble sinceramente partidario del Parlamento, de gran habilidad, paciencia y moderación. El ejército del Parlamento constaba de 22.000 hombres y su sostenimiento importaba 56.000 libras esterlinas cada mes. Carlyle dice que el Nuevo Ejército es la más extraordinaria milicia que ha existido.

No es éste el lugar de explicar en detalle las intrigas del rey, de la reina emigrada y del príncipe Ruperto cerca de Francia, Holanda, Escocia y los católicos de Irlanda, etc., todo para conseguir una intervención de los enemigos de Inglaterra en favor de la causa absolutista, o mejor, del rey. Lo importante para nosotros es que el Nuevo Ejército de los puritanos entraba en acción y pocos meses después, en junio del año 1645, derrotaba definitivamente al ejército real en el llano de Naseby. También en esta ocasión decidió la batalla una carga de caballería que estuvo dirigida por el propio Cromwell.

Carlos I, viendo perdida su causa en Naseby, se refugió en Escocia; pero los escoceses, que tenían una deuda de dinero con el Parlamento inglés, prefirieron saldar esta cantidad de 400.000 libras a guardar como prisionero al monarca. Así, pues, Carlos fue entregado al Parlamento de Londres y pronto empezó su calvario. Se ha recordado, como una prueba del carácter de Cromwell, que había dicho en cierta ocasión que si él se encontraba algún día frente a frente con el rey, en un combate, no tendría escrúpulo en despacharle de un pistoletazo. Sin embargo, cuando el rey cayó en manos del Nuevo Ejército y del Parlamento, no había propósito de decapitarle. Se le hicieron proposiciones para que aceptase un régimen semiconstitucional, pero él rehusó; estaba decidido a morir como mártir.

  A últimos del año 1648 ya no se llamaba Majestad, sino simplemente Carlos Estuardo. El 28 de diciembre la Cámara de los Comunes ordenó que se constituyese “un tribunal de justicia para juzgar al rey por delito de alta traición, levantando un ejército contra el reino y su Parlamento”. Los trece miembros que quedaban en Londres de la Cámara de los Lores rechazaron esta proposición con horror, pero la Cámara de los Comunes declaró que no necesitaba en absoluto el consentimiento de los lores para seguir haciendo justicia. El 1648 fue llamado Primer año del restablecimiento de la Libertad por la gracia de Dios.

El tribunal que había de juzgar a Carlos Estuardo tenía que componerse de ciento treinta y cinco personas, pero sólo una tercera parte asistió a las sesiones; Fairfax no estuvo presente sino el día en que se constituyó el tribunal. Se eligió presidente, y el rey fue traído a Londres, alojándose en el palacio de la familia Cotton. Carlos se limitó a negar la autoridad del tribunal para juzgarle, diciendo que “soberanos y súbditos son enteramente distintos”. No se dignó defenderse; su juicio y su sentencia dependían del cielo. Por fin se le condenó como traidor y como rebelde, pues no quería defenderse.

Parece que costó mucho obtener la firma de los jueces aprobando la sentencia; con trabajo se llegaron a reunir cincuenta y nueve y muchas aparecen raspadas y de difícil lectura en el documento. La serena confianza del rey en su superioridad desconcertó a sus jueces. El 30 de enero de 1649 fue decapitado Carlos I en la plaza delante del palacio de Westminster, precisamente en el mismo lugar donde se levanta hoy día la estatua de Cromwell. La sentencia no se ejecutó hasta las dos de la tarde de aquel día; la cabeza cayó de un solo golpe; el verdugo la levantó para mostrarla al pueblo, mientras gritaba: “¡Esta es la cabeza de un traidor!”.

El cadáver, embalsamado, quedó expuesto en Whitehall por espacio de una semana. Cuéntase que Cromwell quiso verlo, y sacando del ataúd la cabeza del ajusticiado, para contemplarla mejor, hizo observar a los que componían su escolta que aquella cabeza era la de un hombre sano, que podía haber vivido largos años. Por fin se le dio a Carlos una sepultura decente en el castillo de Windsor. El mismo día de la muerte del rey se dictó una orden que declaraba traidor a todo el que reconociera como sucesor del difunto en el trono de Inglaterra a su hijo, el príncipe de Gales, o a cualquiera otra persona.

El antiguo régimen se declaraba así caducado; ahora lo que importaba era establecer sobre sus ruinas otro régimen nuevo, constitucional o parlamentario, y sobre todo a gusto de los Santos del ejército, que con su espada habían derribado el antiguo. Esta era la grande y difícil empresa. Al Estado se le llamó Commonwealth, que quiere decir lo mismo que República. Había ejemplos de repúblicas que se gobernaban sabiamente: Suiza, Venecia, los Países Bajos... Algo análogo tenía que arbitrarse para Inglaterra; pero se hicieron ensayos de comités, de juntas gubernativas, de parlamentos de nuevos elegidos, y ninguno funcionó de modo satisfactorio, acaso porque los cabezas redondas o puritanos se entremetían en todo con su sectarismo. Por fin, Cromwell, el mismo que había hecho triunfar al Parlamento, entró en él con su escolta y echó a la calle a los mismos diputados republicanos. “¡Afuera tú, charlatán! -le gritó a uno—; ¡vete de aquí, hijo del diablo! —así llamó a otro diputado puritano-; ¡sal tú, borracho -le dijo a otro-, que no te vea más, Henry Vane!” (el legislador de Nueva Inglaterra). Así gritaba Cromwell, según se cuenta, mientras echaba con sus arcabuceros a los parlamentarios fuera de la sala. Cuando todo estuvo en silencio y el local vacío, vio la maza presidencial, que, como si fuera un fetiche, nadie se atrevía a tocar, y exclamó: “¿Qué vamos a hacer ahora de esta vara de bufón?”.

Cromwell, devoto a la nación y a su causa, no supo rodearse de gente capaz de colaborar con él y consolidar la República. Encumbrado rápidamente, creía que podía él abarcarlo todo. Sus ayudantes eran ya del tipo de ministro-mueble o ministro-pisapapeles, como dicen en Sudamérica; no pareció preocuparse en descubrir los grandes ingenios que podía producir Inglaterra. Sólo queda de esta época de valor literario y moral El Paraíso Perdido, de Milton.

La gran epopeya religiosa y moral de Milton es una obra de arte tan importante como los dramas de Shakespeare. Milton a veces eleva a gran altura su asunto. Los gritos de los ángeles malos, las maldiciones de Satanás, el ruido de la caída, los paisajes del Edén, los cielos nublados y las auroras de un empíreo que queda lejos, todo es de una belleza que no se ha superado.

Pero Cromwell desconoció la ley que parece exigir que para que triunfe una revolución se necesitan por lo menos dos generaciones. Hasta que desaparecen, por violencia o por extinción, todos los que han nacido con la idea de que hay sólo un régimen mejor -el antiguo—, queda siempre el peligro de una restauración. Por esto los verdaderos revolucionarios, como Augusto, procuran rodearse de ministros capaces como Agripa, Mecenas y Messala.

Creyéndose inspirado de lo alto, Cromwell, con el título de Protector, gobernó a Inglaterra durante diez años. Alguna vez le pasó por la cabeza la idea de hacerse coronar rey para legalizar su situación, pero le repugnaba recibir honores de monarca. Sin embargo, todo probaba que los tiempos no estaban todavía en sazón para un gobierno republicano; si el remendón decapitaba al rey, corríase el peligro de que el remendón se hiciera rey... Y como el hijo de Cromwell era ya un remendón, un personaje vulgar, fue inevitable la restauración de la dinastía de los Estuardos.

El proceso de la Revolución inglesa se presta a muchos comentarios. No bastan vagas teorías cuando se tiene que reconstruir un Estado. Si la Revolución rusa ha triunfado es porque, además de las doctrinas económicas marxistas, pudo apoyarse en un organismo sólido. Los cabezas redondas no hicieron más que discutir, en el Parlamento, principios teológicos; sin embargo, su fracaso produjo un gran bien: la emigración de los puritanos descontentos a América, los cuales establecieron en Massachusetts una colonia que pretendía ser un modelo de Estado gobernado gracias a la lectura de las Sagradas Escrituras.

Queda por decir cuáles fueron los beneficios que Inglaterra debe a la Revolución. Por de pronto, consolidó el desarrollo nacional que había obtenido durante el reinado de Isabel. Inglaterra, después de Cromwell y los puritanos, fue ya la nación que vemos hoy. Además, conservó su carácter humanista y protestante que dura todavía. Se dio cuenta de su valor y de su fuerza. Apreció lo que podía resultar de un Parlamento que tuviera carácter soberano. El Parlamento inglés, con sus dos Cámaras, ha tenido necesidad de grandes reformas, no es todavía un cuerpo gobernante perfecto, pero en su tiempo era el mejor y es aún el que menos estorba la vida nacional en Europa.

 

 

La derrota de la monarquía (1642-149)

Ian Roy

El gran filósofo inglés Thomas Hobbes, que vivió los turbulentos años de mediados del siglo XVII, los describió como la culminación de los tiempos, la cumbre en el proceso de experiencia vital de los ingleses. La década de 1640 fue realmente muy importante: una monarquía y una nobleza fuertes eran abatidas; un rey ungido fue públicamente ejecutado; un ejército creado por el Parlamento tomó el poder; y, por último, se estableció una iglesia que permitía cierto grado de libertad religiosa.

Se sucedieron entonces otros acontecimientos, pero no tan destacados. La introducción de la democracia, basada en el sufragio masculino adulto, sería discutida seriamente antes de ser rechazada. Se formaron pequeñas comunidades agrarias basadas en la común posesión de bienes, pero se encontraban muy dispersas. Se consideraron en estos años las libertades de culto y de prensa, los derechos de la mujer y muchas otras extrañas doctrinas. Un hombre radical, el poeta John Milton, sorprendería a muchos apoyando el derecho al divorcio.

Si muchos historiadores están de acuerdo con Hobbes respecto al interés e importancia del período, pocos coinciden en su significado. Tras la restauración de la monarquía en 1660 se hizo costumbre deplorar lo ocurrido y considerar la etapa como una desafortunada aberración que nunca debería repetirse. Así, la resistencia a las necesarias reformas políticas y la adhesión a la monarquía fueron las más evidentes y prolongadas consecuencias de la revolución.

Los historiadores británicos del siglo XIX —y al­gunos norteamericanos de éste— observan el conflicto como el proceso de ascenso del gobierno parlamentario y de las libertades individuales frente al poder tiránico. Algunos afirman que se trató de una revolución puritana, y piensan que lo más destacado de ella estriba en establecer la particular tradición británica del inconformismo.

Más recientemente, se ha considerado el conflicto como uno más entre los numerosos que afectaron a las monarquías europeas en las décadas medias del siglo XVII, debidos tanto a la guerra como a la inflación, y entablados entre una bur­guesía revolucionaria y una nobleza reaccionaria.

Ha sido calificado como la primera revolución europea moderna, que serviría de ejemplo a las posteriores versiones francesa y rusa. Sin embargo, algunos lo han mostrado como un intento inglés, básicamente retrógrado, por revitalizar —de forma unilateral— formas políticas e ideas que el resto de Europa había superado años antes. Cabe preguntarse entonces si constituyó realmente una última guerra religiosa insular y reaccionaria o incluso la última guerra señorial.

Una de estas cosas, sin embargo, es cierta. El término inglés aplicado a las guerras civiles de la década de 1640 es totalmente inadecuado. Las guerras fueron británicas, no sólo porque en sus orígenes se mezclaran episodios escoceses e irlandeses, sino porque estas dos naciones jugaron cruciales papeles en su desarrollo. Y si se produjo una revolución como resultado del conflicto, ésta tuvo efectos tan dramáticos en Escocia e Irlanda como en Inglaterra.

El gobierno personal de Carlos I a lo largo de la década de 1630 tendría un ignominioso final debido a su fracaso al intentar aplastar a sus rebeldes súbditos escoceses. Y fue el temor a los católicos irlandeses alzados en armas, tras su triunfante rebelión de 1641 —que sacudió entonces a Inglaterra—, lo que decidió al Parlamento y a sus partidarios a relacionar al rey, a la reina —católica— y a su corte con una supuesta conspiración de alcance europeo.

La política exterior neutralista, seguida de forma intermitente por Carlos I en la década de 1630, prestaba base a estas suposiciones. Muchos de sus responsables se habían beneficiado, por ejemplo, de las relaciones comerciales que en aquellos años de histeria anticatólica se habían establecido con España. Algunos particulares interesados —como los nobles que organizaron colonias inglesas en Massachusetts y en las Indias occidentales— apoyarían la idea de iniciar una patriótica, piratesca y, como se preveía, sospechosa guerra contra las colonias españolas en América. Estas acogían a refugiados puritanos huidos de la persecución de la iglesia de Inglaterra, y tendrían una pequeña pero significativa parte en el conflicto. A su vez, las posesiones británicas de ultramar —tan reducidas como la metrópoli a mediados del siglo XVII — se verían envueltas en la guerra.

La asociación del puritanismo —protestantismo militante— con el patriotismo en la mente de los ingleses de 1642 proporcionó apoyo popular a los oponentes al rey. En las zonas de influencia de los predicadores y maestros puritanos —como Londres y algunas de las mayores ciudades y distritos de producción textil— se identificará a Carlos I y su iglesia con el Anticristo. Se consideró que era la obra del Señor para hundir los restos del papismo y la superstición, de los ídolos y de las nuevas formas de culto. Los ministros puritanos, apoyados por algunos de los más poderosos dirigentes parlamentarios, jugarían aquí un papel crucial al inspirar la resistencia al rey durante el conflicto.

Pero estos puritanos harían que Carlos ganase adeptos entre quienes deploraban aquella iconoclastia, los ataques a la vieja iglesia y demás consecuencias de la reforma religiosa: la abolición de ceremonias, días sagrados y festividades como la Navidad. Como dijo un estricto puritano —conocedor de la hostilidad de las masas ante cualquier disminución de la antigua camaradería, deportes campestres y fiestas—: La guerra civil se inició en nuestras calles antes incluso de que el rey o el Parlamento contasen con un ejército.

Cuando Carlos inició su guerra en el verano de 1642, la mayor parte de la nobleza y de la aristocracia media y baja, muchos representantes del viejo orden social y sus elementos dependientes, así como el clero, estuvieron dispuestos a unírsele. Contaba, además, con el apoyo de otros grupos socialmente conservadores, en general católicos, siempre fuertes en el norte del país y en su mayoría militares profesionales y soldados.

A pesar de ser pocos en número, dado que la nación no poseía un ejército estable, se pusieron junto al rey. Los términos Cavalier —Caballero— y Poundhead —Cabeza redonda— que describían a los adheridos a ambos bandos reflejaban la visión popular de esta división social y de actitudes personales.

Los hombres del rey eran oficiales libres del ejército y aparecían como licenciosos caballeros a lomos de sus caballos. Sus adversarios, de extracción popular, se mostraban como juiciosos ciudadanos. Así, publicanos y pecadores se hablaban en una parte y escribas y fariseos en otra.

El Parlamento consiguió una amplia ventaja sobre el rey al principio de la guerra. Controlaba la capital y la mayor parte de los órganos de gobierno. Obtenía grandes apoyos en los políticos moderados, justificando su versión de la soberanía parlamentaria con el argumento constitucional de que estaba ejerciendo el poder regio solamente en beneficio del monarca. El objetivo era, de esta forma, rescatar al rey del poder de sus malos consejeros. Luchaban por el rey y el Parlamento. Para entonces ya había reformado el sistema de impuestos, lo que serviría para sentar las bases de posteriores medidas fiscales destinadas a costear la guerra. Contaba con el apoyo —debido parcialmente a lo anterior— de muchos financieros y comerciantes de la City de Londres. Consiguió así explotar los recursos humanos y materiales de la capital, que contaba con una población próxima a los 300.000 habitantes, diez veces más que la mayor ciudad de Inglaterra, y que pronto se convertiría en la más vasta de Europa.

La riqueza de Londres era prodigiosa, ya que a través de ella pasaban las tres cuartas partes del comercio internacional ultramarino. La ciudad y sus suburbios alojaban la mayor parte de la industria y el comercio ingleses. La capital poseía el mayor arsenal del reino, la Torre de Londres y su industria de armamento, localizada sobre todo en la zona sudeste. El Parlamento podía defender esta industria y comercio de forma efectiva, aislando a Inglaterra de intervenciones exteriores, e impidiendo la importación de suministros militares por parte del rey.

  Ello era posible porque contaba con la primera fuerza del país, la armada, la única sección dotada de un significativo poder militar. La política exterior del rey se había enajenado a los sectores navales, y la mayor parte de los efectivos se había pasado en 1642 al mando del comandante parlamentario, conde de Warwick, un patriota y el más grande pirata desde los tiempos de Drake.

Pero la guerra se convirtió en un desafío mucho mayor que el que había producido con el hecho de que el rey abandonase su capital y dejase el poder ejecutivo al Parlamento. Carlos, con el apoyo de muchos magnates territoriales y de la aristocracia provincial —especialmente en el norte, oeste y Gales— organizó un ejército eficaz y pagó a sus integrantes voluntarios con moneda, joyas y plata. Se abasteció asimismo y parcialmente con las exiguas remesas de hombres y armamento enviados por la reina desde Holanda, desde donde la casa de Orange, que se identificaba con los Estuardo, había sido capaz de burlar el bloqueo naval de la flota del Parlamento.

El rey estableció su capital en Oxford, a 90 km de Londres, sede del Parlamento. Desde este punto, estratégicamente central y razonablemente bien aprovisionado, coordinó durante cuatro años —con desigual fortuna— los esfuerzos realizados por sus seguidores.

La guerra civil supondría un profundo trauma para la mayor parte de la población, dado que no se había producido batalla alguna en suelo inglés desde hacía siglo y medio, y que la nación llevaba en paz con sus vecinos una década. Se produjo así un alto grado de desconcierto e improvisación en ambos bandos antes de que la necesaria administración militar fuese organizada, los impuestos bélicos decididos y aceptados, las provisiones esenciales acumuladas y los ejércitos reclutados, armados y preparados.

Los dos bandos organizaban comités encargados de la administración local, la ordenación de impuestos, la conscripción de reclutas y la provisión y selección de viviendas libres —acantonamientos gratuitos— para las tropas. Inglaterra se convirtió así en un conjunto de fragmentos territoriales dominados por guarniciones rivales entre sí. Las más pequeñas fuerzas locales de cada bando trataban de conservar la mayor cantidad posible de terreno, esencial para el mantenimiento de sus efectivos. Las operaciones militares tomaron la forma de pequeños sitios, escaramuzas e incursiones dentro del territorio enemigo.

Para el Parlamento era esencial conservar el mayor número posible de fortalezas y puertos bien definidos, así como el propio Londres con sus 18 km de trincheras. Oxford y el anillo de guarniciones y edificaciones fortificadas que lo protegían no era una base tan segura para los Caballeros.

La toma de Bristol por el enérgico comandante del rey —su sobrino alemán, príncipe Rupert del Rin— no alteraría esta situación. El monarca había dificultado la expansión de sus líneas hasta el sur de Gales —su mayor área de reclutamiento— y la explotación del comercio de la región de Severn en su propio beneficio. Ello se debía a la rebeldía de Gloucester, cuya resistencia había sido incapaz de aplastar en 1643.

Por otra parte, tampoco pudo aprovecharse de la posesión del puerto de Newcastle y de su lucrativo comercio de carbón hacia Londres debido al bloqueo parlamentario. Los londinenses tuvieron así que soportar fríos inviernos al carecer de su habitual combustible doméstico. Por el contrario, el Parlamento obtuvo crecientes beneficios de su expansivo dominio del rico sudeste del país, así como por la protección que le ofreció la armada. Asimismo impidió a los famélicos Caballeros alejarse mucho de sus fortalezas en zonas —en el norte y el oeste— donde fueron militarmente dominantes durante algún tiempo, como Plymouth, Hull y Southampton.

Las mayores campañas se vieron, en general, reducidas a las épocas estivales. Los más grandes ejércitos existentes por ambos bandos eran numéricamente reducidos para los cánones continentales. Y, mientras Rupert era un experimentado y brillante general, el conde de Essex, comandante de los parlamentarios, era lento y reacio a cooperar con los demás.

Sin embargo, y a pesar de la llegada de la reina con nuevos refuerzos a Oxford en 1643, y de la obtención por el rey de tropas en Irlanda —cuando ordenó el alto el fuego con los rebeldes—, ninguno de los dos bandos había conseguido una ventaja decisiva al final de aquel año.

El nuevo ejército

Sin una inmediata posibilidad de éxito, el dirigente parlamentario John Pym persuadió a los convencionistas escoceses —que se habían opuesto al rey a finales de la década de 1630— de que una victoria realista supondría la condena de su independencia política y libertad religiosa recientemente adquiridas. Así se concluyó por ambas partes una alianza militar y religiosa, conocida como el Solemne Convenio. Respecto a la asistencia militar, los escoceses poseían una extendida pero falsa reputación como soldados. Por su parte, el Parlamento siguió el ejemplo escocés y procedió a reformar la iglesia de acuerdo con la líneas presbiterianas.

La invasión del norte de Inglaterra por una fuerza de 20.000 escoceses, en su mayor parte de infantería, alteró el balance de fuerzas contra el general realista —conde de Newcastle—, que hasta entonces había luchado con ventaja. Este ejército se concentró rápidamente ante la ciudad de York, y cuando el príncipe Rupert intentó acudir en su auxilio, sus fuerzas combinadas —17.000 hombres— fueron duramente castigadas por las fuerzas aliadas inglesas y escocesas —alrededor de 27.000 hombres— en julio de 1644. El norte, incluyendo el vital puerto de Newcastle, cayó como consecuencia de ello en poder del Parlamento.

La victoria final parecía hallarse ahora en este bando, pero no iba a ser así. La insistencia de los escoceses en los términos religiosos del convenio molestaba a muchos elementos radicales de las filas parlamentarias, que no querían un Estado basado en líneas estrictamente presbiterianas, sino la libertad de conciencia. Asimismo, el descontento ante el aparentemente débil liderazgo aristocrático impulsaría a los reformadores a realizar grandes esfuerzos.

Se produjeron entonces disputas entre los que pretendían llevar la guerra hasta el final —a pesar de la creciente y extendida fatiga que aquejaba al país— y quienes querían la paz y la restauración del antiguo orden, pensando muchos de ellos que debía hacerse a cualquier precio. La muerte de John Pym, su más competente dirigente en los Comunes, dejó el campo expedito para una lucha de poder entre el grupo más conservador —llamado de los presbiterianos- y aliado con los escoceses, que trabajaba para conseguir un acuerdo negociado que incluía al rey y la extirpación del problema religioso— y el de los independientes, cuyas filas estaban integradas por los más radicales, junto con los partidarios de la tolerancia religiosa. Estos ahora conseguirían situar en el mando militar a uno de los pocos generales parlamentarios realmente brillantes, el comandante de la plaza de Cambridge, Oliver Cromwell —el amado de los sectarios—, que había participado en la victoria de Marston Moor.

Por el momento, ambos sectores habían realizado en 1645 un destacado esfuerzo por expiar viejos errores y de reconciliación política y religiosa, característicamente puritana en su carácter, para conseguir una drástica reforma. Sería la llamada Ordenanza de Renuncia Parcial. Según sus términos, los miembros de las dos cámaras del Parlamento destituían a sus jefes civiles y militares y reconstituían sus fuerzas bajo nuevos mandos. Los antiguos y ahora desacreditados generales —como Essex— eran reemplazados por hombres de probada habilidad que ya no poseían el status aristocrático. Algunos fueron conocidos elementos radicales, como Thomas Rainsborough, con sus conexiones en Massachusetts y sus oficiales americanos.

Tres ejércitos, hasta entonces autónomos, se combinaron con los recientemente reclutados para formar una fuerza de 21.000 hombres. Este era ya realmente un ejército nacional libre de lazos locales y que —dado que las medidas impositivas que Pym había introducido gradualmente comenzaban a dar su fruto— podía ser adecuadamente aprovisionado y retribuido. Los hombres de negocios londinense, con sus ingresos asegurados, aportaban los créditos necesarios para financiar a este ejército.

El rey, en Oxford, no podía competir con el Nuevo Ejército Modelo —como fue rápidamente denominado— ni tampoco lo deseaba. Había enviado a la reina al extranjero, esperando que fuese capaz de conseguir más ayuda en Francia y otros países y se encontraba en negociaciones secretas con los católicos irlandeses para que le enviasen tropas frescas. Sus principales oficiales, veteranos profesionales en el mando y de elevado nivel social, tendían a menospreciar a sus nuevos oponentes, que en muchos casos no eran caballeros ni soldados, sino radicales de baja extracción. Eran hombres firmemente convencidos de que obtendrían la victoria al hallarse imbuidos del sentido de la justicia de su causa y, como Cromwell afirmó, sabían por qué luchaban y amaban lo que sabían.

El rey y sus mandos estaban, por consiguiente, peligrosamente confiados cuando aceptaron combate con el Nuevo Ejército en Naseby, en los Middlands, en junio de 1645, aunque contasen con poco más de la mitad de tropas que sus adversarios. A pesar de la furiosa resistencia ofrecida —especialmente por parte de la infantería real—, los Caballeros fueron totalmente derrotados. Particularmente memorable y decisiva fue la carga de los lronsides, caballería pesada al mando de su comandante Cromwell que, a petición popular, había sido temporalmente dispensado de las obligaciones de la Ordenanza de Renuncia Parcial.

Naseby constituyó el punto decisivo de la guerra. Un año después los demás ejércitos de los Caballeros y la mayor parte de sus guarniciones habían sido obligados a rendirse. Carlos I cayó en poder de los escoceses, del Parlamento y del ejército, sucesivamente. Fue tratado por parte de todos ellos con una gran deferencia.

El conflicto pudo así terminar temporalmente, pero no se consiguió recuperar una paz duradera y la prosperidad material de preguerra. El enfrentamiento había supuesto el derrumbamiento de la ley y el orden en muchas regiones, junto con la dislocación de las actividades económicas, salvo en el privilegiado sudeste.

En un primer momento, Inglaterra, que siempre había sido un país sobrecargado de impuestos, se vio obligada a sobrellevar el peso de nuevas y pesadas cargas introducidas por ambos bandos para costear la guerra. Una nueva y realista tributación sobre bienes y tierras, y la enérgica captura y venta de las propiedades del enemigo, se juntaron a la invención de un extraño impuesto que gravaba productos esenciales como la cerveza y la ropa, estrechamente unidos en las guerras continentales a las necesidades militares.

Lo peor de todo —según opinión muy extendida— fue la proliferación de los llamados cuarteles libres, donde las tropas hallaban alojamiento y comida sin tener que pagar por ello de forma inmediata al hospedero. Todos ellos serían así muy impopulares entre la población.

Odio al soldado

Desde la dispersa naturaleza de la ocupación y actividades militares, el hospedero de las pequeñas guarniciones había mantenido a la tropa a cambio de los beneficios aportados por el pillaje sobre la población local, lo que había producido una generalizada destrucción de recursos y un profundo odio hacia la soldadesca. La superpoblación de las ciudades amuralladas, con la presencia de refugiados de las comarcas asoladas, así como de la guarnición, se unía al hambre y el deterioro de las condiciones de vida, lo que generaba —como consecuencia natural— estallidos de epidemias, particularmente de peste. Bandas de soldados desertores la expandieron por muchos lugares de Inglaterra y Escocia, y la mortalidad alcanzó niveles que en muchos casos duplicaban los de tiempos normales. Los sufrimientos de la población se habían incrementado con el fracaso de la cosecha en el último año de la guerra y durante los dos siguientes a su final. Inglaterra era todavía un país predominantemente agrícola, y el dramático aumento del costo de los alimentos básicos tendría desastrosas consecuencias.

  Durante la guerra muchos campesinos, encolerizados por las rapiñas de los soldados, se habían unido frecuentemente al mando de los caballeros o sacerdotes locales para resistir cualquier ataque a sus medios de vida. Estos grupos, dotados de armas primitivas, eran denominados Clubmen. Algunos fueron lo suficientemente arrojados y fuertes para impedir que las tropas forrajeasen e incluso para asesinar a soldados extraviados.

  Tan impopulares como los indisciplinados ejércitos fueron también los comités de condado, que habían organizado el esfuerzo bélico del Parlamento en las localidades. Sobre granjeros y ciudadanos pobres imponían intolerables cargas, mientras que sus miembros salían beneficiados, al igual que los señores de Westminster, que desde sus despachos se lucraban con las grandes sumas que pasaban por sus manos.

  Ahora, en medio de la crisis económica, los contribuyentes eran incapaces de costear el mantenimiento de las tropas; y éstas se amotinaban, robaban y agredían a los miembros de los comités. En tales condiciones, de inminente anarquía y generalizada desesperación, se produjo una reacción natural en favor de una restauración del viejo orden y de la autoridad conocida, así como la desaparición de los impuestos de guerra y de los grandes ejércitos.

Con este telón de fondo, políticos y oficiales intentaron llegar a un acuerdo con el mayor beneficiario de la reacción conservadora —el rey— en 1647 y 1648. Carlos I estaba demasiado seguro de su posición y recuperada popularidad —las multitudes se congregaban para verle, y se reanudaba la práctica de tocarle para curar el mal de ojo— para hacer concesiones serias a sus últimos enemigos. Creía ser indispensable en todo futuro acuerdo, y por ello podía continuar negociando hasta que mejorasen las ofertas que se le hacían desde una parte u otra. Mientras, recibía la ayuda procedente del exterior, que gestionaban su esposa y otros elementos. Más adelante, por un cambio en su estado de ánimo, llegaría a creer con pasiva, pero casi satisfecha resignación —e igual obstinación—, que estaba destinado a convertirse en un mártir por la causa de la corona y la iglesia, que él había defendido en la guerra.

La mejor oferta que el monarca recibió —en las Navidades de 1647— provino de un grupo de nobles escoceses dirigidos por su lejano pariente el duque de Hamilton. Este, anteriormente había apoyado a la Convención Solemne, pero había flaqueado ante el grado de libertad ofrecido a los escoceses por el Parlamento, ahora situado bajo la influencia del Nuevo Ejército Modelo. Carlos había nacido en Escocia, pero algunos, aunque no todos sus compatriotas, ahora crecidos, se negaban a defender su causa.

Al mismo tiempo, la desesperación y la cólera trastornaban las provincias inglesas manifestándose en gran cantidad de levantamientos separados y descoordinados entre sí, dirigidos tanto contra el ejército como contra el gobierno del Parlamento. Significativamente, la revuelta de Kent fue inspirada por la supresión puritana de las festividades de Navidad y el consecuente desorden popular que la medida produjo. En Londres y muchos otros lugares del sudeste, donde los realistas —cualesquiera que fuesen sus fallos— no podían ser culpados de cometer excesos y de contar con cuarteles libres, se produjo un más fuerte surgimiento del apoyo popular al rey. Incluso elementos de la armada —que hasta entonces habían actuado como baluarte del Parlamento— amotinados y declarándose en favor del príncipe Carlos, hijo del rey. habían llevado sus propias flotillas hasta la embocadura del mesis con ánimo de amenazar Londres y el comercio nacional.

Pero ni el rey ni su hijo se hallaban en condiciones de ofrecer un liderazgo firme para organizar al menos la dirección central de aquellas rebeliones tan ampliamente diseminadas. No existía coordinación alguna entre la invasión de Hamilton por el norte y los levantamientos producidos en el sur. De hecho, los objetivos manifestados eran en cierto modo diferentes. La nobleza escocesa—que en sus quintas partes se había unido a Hamilton— quería la restauración del rey, virtualmente sin condiciones. Además, prominentes realistas y algunos presbiterianos que trataban de desorganizar al ejército habían incitado a los comandantes de éste a realizar actos en su contra si no se pasaba al bando real. Estos elementos tuvieron papeles destacados en las demás perturbaciones, y eran amplia expresión del descontento popular contra la anarquía y la recesión económicas reinantes bajo el gobierno parlamentario y militar. Muchos de aquéllos, desempleados por la depresión en el comercio textil, constituían el nivel más bajo del partido realista en Colchester y Essex durante el verano de 1648. Cuando Cromwell derrotó a los escoceses en Prestan, Colchester cayó rápidamente y concluía la segunda guerra civil.

  Para Cromwell —como para muchos de sus oficiales y soldados— este segundo estallido de vio­lencia entre ingleses era una condena en el juicio de Dios a la primera guerra civil, de la que hacía a Carlos I principal responsable. Más aún, tramar una invasión de escoceses era —como afirmó Cromwell— esclavizarnos a una nación extranjera. Un fuerte movimiento de opinión, extendido en todo el ejército, y organizado por su propio yerno —el comandante de caballería Henry Ireton— pidió justicia contra el rey. Impregnados de la imaginería bíblica, muchos puritanos pensaban que su sangre debía reparar la que había sido derramada en dos guerras.

Dios justificaba su causa: los soberbios habían sido humillados. Pero el hambre y la peste todavía se cernían sobre el país; la sagrada tarea de sanear la nación lo mejor posible para recibir la bendición de Dios estaba solamente realizada a medias. ¿Qué era preciso, entonces, para llevar a cabo esta gran tarea?

A los soldados del Nuevo Ejército, tras su triunfante éxito en la guerra, uno de sus predicadores les aseguró que habían vuelto, como muchos otros, de prestar servicio en las comunidades puritanas de Nueva Inglaterra, a ayudar a construir la Nueva Jerusalén en la vieja Inglaterra. Añadían que el poder había sido depositado en el pueblo. La creencia en la soberanía popular modificaba ahora la doctrina oficial centrada en la soberanía del Parlamento.

Los políticos radicales, como los activos Igualitarios en Londres y entre la oficialidad y filas del ejército en estos momentos, habían sido los más seguros apoyos del Parlamento. Pero ya no se mostraban dispuestos —si lo habían estado alguna vez— a aceptar los límites existentes en 1642. Es decir, la ficción de que la guerra había tenido lugar por el rey y el Parlamento. Ahora querían su recompensa. En una serie de conferencias, los Grandes —como los comandantes del ejército y sus aliados políticos eran denominados—, los representantes de la tropa y los Niveladores civiles intentaron reelaborar una nueva constitución para Inglaterra.

Aquellos debates son célebres en la historia inglesa como viva expresión de la primera etapa en el deseo popular de obtener una democrática —o casi democrática— gobernación. Los pode­rosos Niveladores atacaban la injusticia social, los beneficios obtenidos por la guerra, los grandes terratenientes, las compañías monopolísticas y una iglesia estatal dependiente de los diezmos. Querían, por encima de todo, devolver el poder al pueblo, así como ciertos derechos que debían ser inalienables: libertad de culto, libertad de conscripción y, frente a los impuestos injustos, el derecho de todos a dar su aprobación a la legislación que concernía a la gobernación del Estado.

Finalmente, los Grandes tomaron de este programa solamente lo que les interesaba, es decir, el apoyo del ejército y de los radicales para juzgar y ejecutar al rey. Cromwell fue el más reacio de todos los regicidas, y no tuvo parte alguna en la purga parlamentaria que —en diciembre de 1648— constituyó el preludio esencial para el juicio. Pero, una vez convencido de la justicia de la causa dirigida contra el monarca, se convertiría en el mayor instigador de la misma.

Carlos I fue acusado en principio por un tribunal especial, integrado por comandantes del ejército. Estos se negaron a plantear una causa arguyendo correctamente que no existía en Inglaterra poder alguno capaz de juzgar al soberano. Se basaban para ello en la inexistencia de culpabilidad por su parte en las matanzas y destrucciones producidas durante las dos guerras. El terrible hecho de ejecutar a un monarca consagrado era, por supuesto, anatema para la inmensa mayoría de los que se habían alzado en su contra. Menos de uno de cada diez miembros de la Cámara de los Comunes estaba decidido a realizar la tarea.

Pero el día 30 de enero de 1649, Carlos I murió ante su palacio de Whitehall con gran calma y dignidad. Pocos meses después la misma monarquía y la Cámara de los Lores fueron abolidas. Parecía que por fin se había conseguido una solución política viable.

Trasfondo de la guerra civil inglesa

EN una monarquía personal, donde el rey no sólo tomaba las decisiones importantes, sino que nombraba y cesaba a sus consejeros, obispos y jueces, resulta innecesario destacar en qué medida su carácter pusilánime y falta de juicio podían desestabilizar el Estado. Muchas investigaciones recientes han insistido en que el sistema de gobierno de la Inglaterra de los siglos XVI y XVII tuvo al mismo tiempo una gran fortaleza y una intrínseca endeblez. Y han hecho hincapié en que el estallido de las guerras civiles en 1642 se debió, ante todo, a la peculiar debilidad de Carlos I.

Isabel I había muerto en los primeros años del siglo, mientras España y Francia apoyaban con ardor a los pretendientes católicos al trono. Por entonces, Inglaterra pudo haber sufrido un conflicto interno de carácter totalmente distinto al de 1642, cuando ya Carlos no soportaba desafíos importantes a su autoridad. En realidad, la amenaza de guerra civil, latente en los dos siglos anteriores al acceso de los Estuardo al trono, pareció retroceder en las primeras décadas del XVII. Había por lo menos cinco razones para ello.

El afianzamiento de la titularidad al trono había dejado de constituir un problema. En el siglo XV la cuestión se había visto complicada por la compleja historia matrimonial de la familia de Eduardo III y por la destitución de Ricardo II en 1399. Así quedaron muy poco definidos los conceptos de derecho y de título para la ocupación del trono. En el siglo XVI los también complicados asuntos personales de Enrique VIII y la minoría de edad de su hija poco habían de servir para clarificar el tema de la sucesión. Los Estuardo, situados ya en el poder, no serían cuestionados y la línea de sucesión mantenida dentro de la familia no provocaría ya problemas.

En toda Europa la reforma protestante había dividido a las naciones. En el caso de Inglaterra, el híbrido compromiso acerca de la iglesia establecida impuesto por Isabel —reformada en su doctrina, tradicional en ordenación y disciplina, una mezcla en fin de elementos católicos y protestantes en sus ceremonias y formas de culto— había sido aceptada por la población, generando, por una parte, una minoría leal al papa y, por otra, un sector decidido a completar el proceso reformador. Hacia 1580, ambas facciones se habían constituido como embrionarias organizaciones equiparables a los partidos revolucionarios de la Europa occidental. Los católicos en particular desarrollaban un pensamiento político radical que llegaba a justificar la resistencia y el mismo regicidio. Pero hacia 1620, tanto unos como otros —recelosos católicos y protestantes militantes— habían perdido o abandonado sus actitudes de desafío organizado intelectualmente contra el Estado y optado por la desobediencia pasiva ante un crecimiento indulgente —si no oficialmente tolerante— del aparato de poder. Fue esta clase de entendimiento la que mantuvo a la Inglaterra del siglo XVII libre de conflictos de carácter religioso.

El centro de gravedad de la pugna entablada entre los Habsburgo y los Valois se había desviado, a lo largo del siglo XVI, desde Italia hasta el Atlántico. Esto, junto con los problemas dinásticos que sufría, convertiría a Inglaterra en potencial campo de enfrentamiento para sus rivalidades. A fines del siglo xvi existió una constante amenaza de invasión española, algo especialmente grave si se presentaba el problema de que Isabel muriese sin descendientes directos cuando todavía la sucesión no se había resuelto. Pero ya en 1620 el centro decisorio de la política europea hacía tiempo que se había trasladado al este—al Rin y Bohemia—. La invasión de Inglaterra y la asistencia a los rebeldes ya no estaban en la agenda de ningún monarca europeo.

Los cien años que transcurren desde 1540 a 1640 muestran grandes transformaciones sociales y económicas. Su elemento impulsor fue una población en constante incremento frente a unos bienes alimenticios y un mercado laboral que no crecieron en la misma proporción. Ello produciría un grave problema de desempleo, la caída de los salarios reales y ocasionales y localizadas carestías. También hizo posible el fortalecimiento de quienes eran productores de bienes escasos —los mayores granjeros, los maestros artesanos, los mercaderes— junto con un relativo declive de los grandes terratenientes rentistas. Hacia 1640 las presiones se estaban aliviando, y al siguiente siglo iban a darse precios estables, un mayor nivel de empleo y una superproducción de grano. Los Estuardo habían aguantado la tormenta, sobre todo porque el sistema político había demostrado su flexibilidad para adaptarse a los mayores cambios que se produjesen y evitar la dispersión del poder político.

Se producía por entonces una reacción contra la situación de ilegalidad reinante en el siglo XVI, cuando una élite militarizada —los grandes— se habían excedido y la ley y el orden se habían visto colapsados. Los grandes no habían sido aniquilados por los Tudor, pero sí sistemáticamente privados de su potencia militar y despojados de todo efectivo derecho al ejercicio del poder. Ya no gozaban del privilegio de la jurisdicción absoluta sobre regiones propias por derecho hereditario concedido por la Corona. Por el contrario, se les habían otorgado cargos revocables con deberes específicos y bajo supervisión real. Y —algo todavía más importante— un creciente capítulo de reglamentaciones y responsabilidades de orden judicial se había encomendado a la baja nobleza. Sus miembros trataban de apoyarse mutuamente en forma cada vez más eficaz, y su posición y ascenso social se fortalecía progresivamente más por la actividad de consejeros y cortesanos que por la decadencia de los grandes magnates locales.

Los problemas dei¡legalidad, los males sociales ocasionados por el aumento de la población y la inflación, y la uniformización política y religiosa produjeron conjuntamente un masivo incremento del poder estatal. Pero al tiempo que la Corona concedía nuevos poderes de supervisión, su ejercicio era confiado a las élites locales, es decir, a los grandes y, en mayor proporción, a la baja nobleza. Por otra parte, este aumento del poder real sería organizado y sancionado por el mismo Parlamento. La clave, centrada en la existencia de un acuerdo para la gobernación en el siglo XVI, debe ser considerada de esta forma como un proceso de perfeccionamiento de la autoridad real. Es la historia del reconocimiento de los mutuos beneficios que se derivarían del aumento de las responsabilidades y poder del monarca. El Parlamento nunca había tratado de reducir este poder, pero ordenaba y controlaba su incremento.

A esto debemos añadir una fuerza inherente a los monarcas ingleses. Como el destacado historiador francés Marc Bloch escribió, Inglaterra fue un Estado verdaderamente unificado mucho antes que ningún otro reino continental. A la unidad lingüística, comercial, legal y fiscal de los Estados en la primera etapa de la Edad Moderna europea, los Tudor habían añadido la unidad administrativa. El regionalismo que se hallaba en la base de muchas rebeliones producidas en la Europa occidental y central entre 1560 y 1660 estaba aquí ausente. A pesar de ello —y paradójicamente— los intentos de los monarcas sucesores de Enrique VIII por conseguir el poder soberano en Irlanda y la unión de las coronas de Inglaterra y Escocia en 1603 crearían precisamente problemas de desintegración y dilemas ante una majestad ausente similares a los que habían fomentado en el continente aquellas rebeliones. Nunca debemos olvidar que la guerra civil inglesa de 1642 fue precedida por los conflictos civiles de Escocia en 1637 y de Irlanda en 1641.

Pero todo ello había convertido a Inglaterra en un Estado intrínsecamente estable. Existían, por supuesto, permanentes debilidades en el sistema de organización estatal. Las élites políticas esperaban que la Corona administrase el reino y sostuviese en el exterior la causa protestante, mientras ellas controlaban el presupuesto. La Corona había aceptado la limitación de sus recursos materiales y la disminución de su capacidad de actuación en política exterior. Por ello trataría de encontrar medios suficientes para incrementar aquéllos y para poder cumplir, al mismo tiempo, las expectativas que se habían puesto en su actuación. Estaba claro, por otra parte, que mientras existiese esta gran coincidencia de intereses entre la Corona y las élites políticas aquélla no podría atacar lo que las segundas consideraban sus legítimos derechos sin obstruirse a sí misma y hacerse impotente. Sería el desafortunado desafío unilateral lanzado por Carlos I a estimados valores y creencias lo que haría posible el estallido de la guerra civil.

A otro nivel, observando esta escalada en el asalto a las libertades políticas y valores religiosos, resulta sorprendente que el rey hubiese conservado tantos apoyos como tuvo en la década de 1640. Esto, de hecho, provocaría espectaculares errores por su parte, al crear circunstancias que le hicieron pensar que la resistencia era posible. Inglaterra carecía además de un centro para organizarse: la bandera de un pretendiente o una aristocracia militar, o instituciones provinciales como los Estados en los Países Bajos o los parlamentos en Francia. Realmente, resulta chocante comprobar cómo la unidad administrativa existente en el país no consiguió estructurar más que un desorganizado movimiento en ausencia del Parlamento; la convocatoria del mismo había de actuar, en definitiva, en beneficio del rey.

Este decidió la convocatoria en 1640 porque necesitaba proseguir su lucha contra los escoceses y lo disolvió rápidamente cuando comprobó que no cooperaba con él. Solamente cuando decidió —sin contar con los adecuados recursos— combatir antes que pactar con los escoceses rebeldes, fue cuando perdió el control de la situación. Aquéllos habían ocupado la zona norte de Inglaterra y anunciaron que no se retirarían de allí hasta que no hubiesen pagado sus deudas de guerra con préstamos e impuestos aprobados por el Parlamento inglés

Carlos se vio forzado a convocar al primer Parlamento que no podía ser revocado por su decisión personal. Este Parlamento tuvo una oportunidad única para reparar los agravios que se habían ¡do acumulando desde los inicios del reinado. Hay que destacar el hecho de que todos los problemas existentes eran considerados como producidos por el acceso de Carlos al trono. Pero esto se manifestó solamente cuando demostró ser infiel a sus promesas y comenzó a burlarse de las concesiones que se había visto obligado a hacer en 1641, y por último cuando —solamente lo hizo entonces— abandonó voluntariamente Londres e inició una serie de provocaciones armadas.

Y así, súbitamente, la resistencia al rey se convirtió en importante. Cuando estalló la guerra, la mayoría de la población se planteó su posición respecto al monarca y la respuesta debió de ser tan confusa que muchos ignoraban las órdenes de ambos bandos o, por el contrario, los obedecían al mismo tiempo. O abandonaban las zonas menos defendidas e informaban al enemigo de esta circunstancia. Por último, había quienes se organizaban en partidas armadas cuyo cometido era mantener a los dos ejércitos contendientes fuera de sus regiones.

Los que deseaban censurar a Carlos I o a su grupo gobernante se veían obligados a utilizar eufemismos y circunloquios. Dos frases de nuevo cuño y de uso muy extendido concretan los intereses de estos elementos: una es las nuevas normas; la otra, la piedad del momento. Se trataba de dos suaves términos referidos a la amenaza que se cernía sobre las libertades civiles y religiosas. Jacobo I pensaba que el poder monárquico absoluto era una abstracción, y que se daba en reinos concretos durante un período específico de tiempo. Los reyes —para él— estaban solemnemente sujetos por las promesas que tanto ellos como sus antecesores habían formulado. Carlos I, sin embargo, no había asumido la responsabilidad de estas promesas. Uno de sus ministros, hablando del joven monarca en 1626, notifica al Parlamento: No mueve a su majestad dar cauce a sus prerrogativas para no privarse del favor de su Parlamento. En todos los reinos cristianos... los monarcas..., observando el turbulento espíritu de sus Parlamentos, a la larga llegan a situarse por encima de sus prerrogativas y finalmente los derriban. Esto sucede en toda la Cristiandad, excepto aquí entre nosotros.

Carlos nunca fue capaz de aceptar que aquellos hombres pudiesen mantener opiniones básicamente diferentes de las suyas. Para él, quienes no obedecían sus órdenes carecían totalmente de principios y además eran facciosos. A lo largo de toda su vida siempre atribuiría los problemas producidos a obstinadas, deshonestas e interesadas acciones de una minoría. También se mostraba incapaz de comprender lo que se entendía como seguir las vías constitucionales. De hecho, pensaba que tenía derecho a recurrir a un autoritarismo abierto.

Esto se pondría de manifiesto en el año 1627, cuando se negó a informar sobre los motivos que le habían impulsado a detener a los que se negaban a pagar los impuestos; cuando ordenó al procurador general que falsificase una decisión del tribunal de la real hacienda que le parecía restrictiva de su libertad para mandar a prisión; cuando trasladó —en 1624— prisioneros de una cárcel a otra para impedirles cualquier ventaja ante los tribunales: cuando decidió encarcelar a quienes se habían negado a facilitarle créditos; y. por último, acumulando de forma regular rentas que las leyes únicamente le permitían recaudar en situaciones de emergencia nacional, y que él recibía cuando no se daban tales circunstancias. El mismo se refería a estos expedientes como nuevas normas, y el término acabaría por ser instrumentado por sus críticos.

Carlos I y sus consejeros religiosos —sobre todo William Laud, arzobispo de Canterbury, y Matthew Wren, sucesivamente obispo de Norwich y de Ely y deán de la capilla real— no estaban especialmente interesados en insistir sobre la idea del lugar que Inglaterra ocupaba entre la familia de las iglesias protestantes. Por el contrario, les interesaba destacar la existencia de una iglesia que combinaba una tradición apostólica íntegra, similar a la de Roma, con una pureza de magisterio y práctica que esta última había ya perdido.

Consideraban a la iglesia de Roma como hermana y no —como los anteriores obispos habían afirmado— como anticristiana. Decidida a introducir a una población mayoritariamente analfabeta en ámbitos de la mayor obediencia al derecho divino, la iglesia del reinado de Carlos I llevaría todo el peso del culto, desde el púlpito al altar, para la predicación de los sacramentos. Ello revitalizaría las propiedades privadas eclesiásticas, expandiendo sus negocios particulares e imponiendo sanciones a los laicos que invadían su terreno. Es esto lo que llegaría a ser descrito como la piedad del momento.

Quince años después de acceder al trono, Carlos se había enajenado la voluntad de una gran mayoría de sus súbditos. No existía un sector poderoso o un grupo de intereses suficientemente fuerte que se hubiese beneficiado con su gobierno, sobre el cual apoyarse cuando se inició la resistencia en su contra.

Además, los años 1640-42 mostraron un rápido y dramático colapso del poder monárquico. Cuando Carlos demostró haberse equivocado en sus iniciativas, se convirtió en un petulante espectador de tos conflictos generados entre sus mismos críticos. Muchos de tos seculares agravios existentes serían remediados por el acuerdo básico establecido en el seno del Parlamento. Pero también se evidencia la presencia de fatales grietas en el ámbito de las soluciones aportadas a la cuestión religiosa.

Las cámaras se dividieron entonces entre quienes, por una parte, deseaban restaurar el tipo de gobierno eclesiástico y de culto que se había desarrollado bajo Isabel y Jacobo, y, por otra, los que pensaban que una iglesia tan fácilmente subvertida por los papistas era intrínsecamente defectuosa. En un sentido más positivo pensaban que ahora había la oportunidad de introducir un tipo de gobierno más estrechamente modelado sobre la Biblia y el ejemplo de las iglesias mejor reformadas, como la de Calvino en Ginebra y la de Knox en Escocia.

La parálisis producida en el interior del gobierno provocaría un colapso del orden social en Londres y en las provincias. Según algunos, esto evidenciaba la necesidad de crear una iglesia reformada y un Estado que actuara con dosis suficientes de paternalismo para suprimir los males sociales y económicos existentes. Para otros, indicaba la inminencia de la anarquía y la inmediata necesidad de evitar una confrontación, uniéndose al foco natural de obediencia, el rey. No debemos olvidar que a la vez que había una extensa y avanzada noción de la tiranía —y un temor a ella—, existía una igualmente divulgada —si bien menos desarrollada— noción de anarquía, y un temor y un odio todavía mayores en su contra. En el año 1642 no era fácil recurrir a la violencia.

Mi opinión es que no existieron niveles de gran militancia con respecto a las demandas constitucionales de los activistas parlamentarios en 1640-42. Las reformas efectuadas durante los primeros dieciocho meses de existencia del Parlamento Largo —la abolición de las prerrogativas de corte a través de las cuales Carlos había impuesto sus nuevas normas: la abolición de los abusivos impuestos de emergencia; y un acta requiriendo al rey para que convocase al Parlamento al menos una vez cada tres años— habían reducido ciertamente la capacidad del monarca para el ejercicio de un gobierno arbitrario.

Pero eran reformas que habían sido obtenidas por medios constitucionales, y por ello no habían enfrentado a los futuros amigos del rey con sus futuros enemigos. Así lo manifestaría la agitación popular de 1641, que elaboró canciones para intimidar a los miembros de la Cámara de los Lores refiriéndose a la ejecución del infortunado consejero del rey, conde de Strafford, por ejemplo. Pero lo extraordinario de la parálisis constitucional de 1642 fue que no se debió al debate sobre cuestiones de soberanía parlamentaria, y menos aún a las libertades públicas. Se refirió, por el contrario, a la reincorporación de los antiguos grandes a su tradicional papel como altos consejeros naturales. La guerra civil se iniciaría de esta forma con un golpe de índole aristocrática.

Los objetivos bélicos del Parlamento se plasmarían en dos documentos: la ordenanza Militia y las Diecinueve Propuestas. La primera concedía a las dos cámaras el derecho de nombrar un lord teniente, que tendría el control absoluto de las fuerzas armadas de toda Inglaterra. En la práctica totalidad de los casos, aquel cargo iba a ser ocupado por un grande del reino. El conjunto de los parlamentarios nombrados ahora incluía doble número de hombres con títulos creados antes de 1558 que el de los integrantes del sector formado por los nobles de nueva planta. Lo mismo ocurriría con los que les iban a suceder. Casi ningún elemento con título posterior a 1603 sería reelegido. Eran aquellos grandes —y no el Parlamento— quienes debían elegir a los diputados que mandarían el ejército, y en conjunto poseyeron mayor grado de libertad y de responsabilidad para la organización y despliegue que el existente antes del año 1640.

Los Diecinueve Propuestas establecían términos concretos que aseguraban que Carlos se mantenía dentro del esquema convenido en 1641. Exigían para las cámaras parlamentarias el derecho al veto sobre nombramientos reales para su consejo privado, así como también para la elección de oficiales mayores. El Parlamento nombró ministros responsables con destino al consejo real que él mismo había propuesto; aprobó la obligatoriedad del veto para los encargados de la educación de los hijos del rey; reforzó la legislación dirigida contra los católicos, y, por último, obligó al monarca a aceptar toda reforma eclesiástica propuesta por una asamblea de ministros puritanos y de laicos que hubiese sido aprobada por las cámaras.

No se hizo entonces intento alguno de organizar el papel que el Parlamento debía ejercer en la administración del país. Tampoco se hizo nada para estabilizar el nivel de impuestos ordenado en bases ad hoc durante la crisis de 1641, supervisando las recaudaciones, decidiendo la actuación directa en la negociación de tratados y alianzas, o institucionalizando comisiones permanentes de hacienda para que trabajasen entre las sesiones parlamentarias y durante las mismas.

Por su parte, las cámaras poseían el derecho a aprobar nombramientos, principalmente para los cargos de oficial mayor.

Esto habitualmente había sido considerado como una prerrogativa destinada a incrementar la autoridad del Parlamento. Pero en la forma en que se actuó serviría solamente como un medio a través del cual pudo llevarse a efecto el golpe aristocrático. Las propuestas no revestían doblez sin sentido; por el contrario, quienes las hacían sabían exactamente a qué personas deseaban ver situadas en los puestos fundamentales. Es de destacar que los cargos asignados en las Propuestas fuesen los tradicionalmente ocupados por los grandes, incluyendo a los nueve más importantes.

Política y religión

Cuando estalló la guerra civil, la mayor parte de los mejores cargos del ejército parlamentario se hallaba ocupada por grandes. En la batalla de Edgehill —la primera de la guerra— más de la mitad de los coroneles, tanto en los regimientos de infantería como en los de caballería, eran grandes o hijos de grandes. Mientras tanto, en el bando realista suponían solamente una cuarta parte. De hecho, los grandes pertenecientes al bando parlamentario procedían, en general, de familias más antiguas que los integrados en el monárquico. Desde que el Parlamento organizó asociaciones o ejércitos regionales en los primeros meses de la guerra, se confió su mando a los grandes. La guerra civil inglesa supuso de este modo sobre el plano político un conflicto entablado entre un rey que —imitando a sus colegas, los soberanos continentales— trataba de reforzar la autoridad de la corona mediante una idea innovadora y dinámica, y un movimiento parlamentario que reaccionaba contra estas innovaciones y ponía su fe en tradiciones de noble paternalismo.

Aunque el Parlamento contó con un amplio apoyo popular, siempre mostró un carácter religioso y conservador. Las Diecinueve Propuestas no suponían, de hecho, censura para los defensores del Parlamento en las provincias, pero tampoco constituían un apoyo entusiasta para las peticiones hechas por éstas durante los seis meses anteriores al inicio de la guerra. Peticiones que casi sin excepción solicitaban la conclusión de un acuerdo negociado. Dado que existía en las provincias un programa político, se trataba de afianzar las reformas de 1641, destinadas a restablecer la constitución. Todo ello, posteriormente —aunque muchos historiadores lo ponen en duda—, evidenció la existencia de las bases que abonan la idea centrada en el hecho de que las actitudes políticas populares expresaban entonces su confianza en el mantenimiento del orden social y político. De hecho, la guerra fue un acto de protesta organizado por el instrumento —el Parlamento— que el rey había utilizado para abusar de la confianza de todos. Los hombres luchaban para liberarse por sí mismos de los malos gobernantes, y no de un mal sistema de gobierno. En 1642 no se manifiesta, en efecto, una demanda popular en exigencia de la extensión de las franquicias, la elección po­pular de los magistrados locales y los jurados, o la redistribución de la propiedad. Aspiraciones como éstas no se harían presentes hasta el año 1649. La guerra civil era, a la vez, una operación política defensiva y un baluarte para la protección de las libertades existentes en contra de un rey arbitrario. Constituía, al mismo tiempo, una operación religiosa agresiva y un desafío a la totalidad de las estructuras y prácticas existentes.

Los más decididos a la organización de tropas destinadas a la defensa del Parlamento, tanto en Westminster como en provincias, estaban obsesionados con el temor al papado —la conspiración católica internacional— y con la necesidad de aprovechar la oportunidad de realizar una reforma más santa. Esto es, crear estructuras eclesiásticas y formas de culto y disciplina absolutamente sinceras, basadas en una actitud de obediencia incondicional a los mandatos de la Biblia. Ello significaba la revocación de los estatutos isabelinos que establecieran la iglesia de Inglaterra; la abolición de los obispados y del sistema de tribunales eclesiásticos que habían sobrevivido de los días de la reforma; la desaparición del libro de oraciones, que estaba totalmente lleno de ceremonias y plegarias de origen católico. Asimismo, suponía la prohibición de la celebración del nacimiento de Jesús —la Navidad— y de su muerte y resurrección —la Pascua—, al igual que la de las festividades de los santos y otras prácticas supersticiosas. Por último, se hacía un especial énfasis en una más solemne y austera observancia del sabbath —el domingo.

Este impulso puritano no fue común a la totalidad de los parlamentarios, pero sí característico de casi todos los elementos activistas. También se manifestaría ampliamente una preocupación por sustituir la coercitiva y unitaria iglesia nacional por otra nueva. La libertad de conciencia personal —que sería la cuestión clave diez años más tarde— no era la más importante en el año 1642. Los puritanos estaban unidos por el odio a la iglesia existente, que les había abandonado al comprobar las dificultades que ellos mismos tenían para ubicarse en ella.

Lo que resulta posible observar en cualquier estudio sobre estos hombres —y todavía más con la lectura de los sermones que lanzaron desde sus púlpitos acerca de los caminos por los que Dios guiaba a los ingleses, su nuevo pueblo elegido, hacia la tierra prometida igual que había conducido al pueblo de Israel en las historias relatadas en la Biblia— es una profunda convicción de que la guerra civil fue una cruzada religiosa para expulsar viejas corrupciones y establecer nuevas formas evangélicas. En 1642 existían una autoconfianza y una enérgica fe puestas en la empresa de renovación religiosa, para la que no había una política secular equivalente. Todo sería muy diferente en 1649.

La guerra civil inglesa no estuvo, por lo tanto, dirigida a abolir la monarquía, sino a controlarla. No a debilitar el poder de las élites, sino a fiscalizarlo; no a redistribuir tierras y riqueza, sino a proteger los derechos de quienes las poseían. No, en fin, a destruir el monopolio del Estado en la definición de la verdad religiosa e imponer nuevas normas morales, sino a modificar lo que aquel Estado prescribía e imponía.

 

Cromwell y la Restauración

EN el mismo nacimiento de la república inglesa se encuentran ya los gérmenes que harán posible su destrucción. La Purga del Coronel Pride había acabado con los duros oficiales protagonistas de la primera guerra civil. El Parlamento exigía ahora de Carlos I la aceptación de limitaciones importantes de sus poderes para evitar la caída en el desgobierno existente durante la década de 1630. Pero él se había negado. Enfrentado a la creciente potencia y beligerancia de los militares, el Parlamento pareció vacilar llegado el año 1648, cuando el ejército impuso sus propias decisiones ante el impasse creado. Esta solución resultaría impopular dado que para entonces era ya ampliamente cuestionado debido al incremento de los niveles de impuestos, aumentados para costear su mantenimiento. También era rechazado su radicalismo político y religioso —como muchas sociedades agrarias premodernas. Inglaterra era en el siglo XVII básicamente conservadora— y su arbitrario comportamiento en relación con la población civil.

Tras la purga, el ejército ocupó la City de Londres, robó madera de las propiedades de la iglesia y saqueó viviendas particulares. El general Fairfax había anunciado que sus hombres serían licenciados solamente cuando la ciudad hubiese pagado todas las cantidades atrasadas de los impuestos debidos desde el año 1645. El ejército, por su parte, no había tratado de conseguir el apoyo popular. Consideraba a la población civil —y no solamente en Londres— infectada de monarquismo y necesitada, por tanto, de integrarse en la causa por la que él luchaba. Muchos consideraron sus actos como producto de la Divina Providencia, mientras otros interpretaban los repetidos éxitos obtenidos en el campo de batalla como una demostración del favor sobrenatural con que eran distinguidos. El hecho de que las fuerzas armadas contasen con el respaldo de una reducida minoría de la población. cuyas opiniones diferían en gran medida de las mayoritarias, servía para confirmarles en su convicción de que Dios les había señalado con un especial favor. Serían los pocos elegidos en un mundo de pecadores. Tras la derrota de los escoceses en Preston, en agosto de 1648, Cromwell urgió a todos los agradecidos a Dios a exaltarle y a no odiar a Su pueblo, que es como la pupila de Su ojo, por el cual incluso los reyes podían ser censurados.

Reanimado por esta sensación de contar con la aprobación divina, el ejército asumió de forma creciente un derecho —realmente dudoso— a imponer sobre la nación lo que consideraba correcto. El pueblo no estaba de acuerdo con esto, pero por entonces poco podía hacer. La resistencia en Irlanda fue brutalmente aplastada, mientras que la revuelta escocesa desapareció tras la batalla de Worcester, en septiembre de 1651. Varios intentos de rebelión realista fueron, asimismo, sofocados en 1655 y 1659; conspiraciones todas ellas con­trarrestadas por un eficaz sistema de espionaje.

El hijo de Carlos I —Carlos II para los monárquicos— contaba con escaso apoyo en el continente. Su cuñado holandés —Guillermo II, príncipe de Orange— moriría en 1650, dejando un hijo póstumo. Francia, por su parte, se hallaba convulsionada por conflictos civiles, tras los cuales el cardenal Mazarino solicitaría insistentemente la ayuda del poderoso ejército de Cromwell para proseguir su guerra con España. Por último, los españoles crearían graves problemas al mantener sus territorios en América y los Países Bajos levantados en contra de ingleses y franceses, por lo que poca ayuda podían ofrecer a los Estuardo

Once años después de la Purga del coronel Pride el poder del ejército era capaz de proteger a la república contra los serios desafíos que debía afrontar. Inglaterra era gobernada eficaz y honestamente, por hombres dotados de un sentido del servicio público mucho más elevado que el de sus predecesores. ¿Tengo la misión de hacer bien las cosas o la de favorecer a mis amigos?, se preguntaba uno de ellos, para concluir afirmando: Solamente pienso en servir al Estado. Esta combinación de honradez personal y rigurosa eficiencia podía haber conducido a la instauración de un régimen autoritario, pero esto no sucedió, debido en gran parte a Oliver Cromwell.

  Cromwell procedía de una familia de terratenientes medianos, con posesiones cercanas a la ciudad de Cambridge. Participaba en la tradición familiar de fuerte protestantismo, y se había opuesto a los planes de Carlos I para la desecación de pantanos, que si habían enriquecido al rey, habían privado al mismo tiempo a los campesinos de sus medios de subsistencia.  Fue elegido parlamentario en la segunda mitad del año 1640, pero por entonces nada hacía suponer que iba a convertirse en el futuro gobernante de Inglaterra. Actuó luego como soldado, imprimiendo en sus hombres un sentido de verdadera dedicación, reforzada por su ideario religioso y parlamentario.  Desde el año 1647 la pugna entablada entre el Parlamento y el ejército le crearía un verdadero conflicto de lealtades que nunca iba a conseguir resolver por completo. Por una parte, mantenía una relación de estrecha solidaridad con los oficiales y soldados con los que había luchado y con los que compartía aquel sentido de favor divino. Por otra, como miembro del Parlamento, tenía la obligación de respaldarlo como legítimo defensor de las libertades nacionales al que el mismo ejército debía su existencia, Cromwell no dudaba de que Dios le había elegido para hacer grandes cosas, pero no tenía conciencia de poseer un poder supremo, incluso cuando llegó a convertirse en comandante en jefe —en 1649— tras la retirada de Fairfax de este cargo. Dado que su ascenso siempre le pareció poco para sus personales ambiciones, lo asumiría solamente pensando que Dios lo había decidido así, y acaso meditaría acerca de las razones por las cuales se había producido aquel retraso. Algunos oficiales argumentaban que, teniendo tal grado de evidencia de contar con el favor divino, debían hacer todo aquello que juzgasen voluntad de Dios. Cromwell, sin embargo, fue más cauteloso y humilde. Consciente de su propia insignificancia ante la majestad divina, no pretendió interpretar las intenciones de Dios. Por el contrario, esperó hasta que El se las aclaró a través de los hechos; en otras palabras, hasta que las circunstancias forzaron su mano.

En 1647 resistió a las presiones recibidas para marchar sobre Londres, y esperó hasta que una multitud facciosa invadió la Cámara de los Comunes. Fue entonces cuando declaró que el ejército había intervenido para preservar la independencia del Parlamento. La mejor muestra de su extraña combinación de creencia en un mandato divino para gobernar de acuerdo con su propia conciencia —humanamente no preparada— se haría patente en abril de 1657, cuando le fue ofrecida la Corona. "Él había tomado el poder —afirmó— no tanto en la esperanza de hacer algo bueno como en el deseo de evitar daños y males, que vi inminentes en la nación". Estaba dispuesto a servir no de rey, sino de policía, dedicado a mantener la paz en la parroquia.

Estas notas ilustran los rasgos más destacados de la personalidad de Cromwell. A pesar de hallarse convencido de participar en una causa justa, no creyó por ello que podía imponer sus opiniones a los demás por cualquier medio que fuese necesario No era un Robespierre. Su régimen político mantuvo la seguridad pública —como cualquier sistema dotado de estrechas bases sociales debe hacer—, pero no fue un reinado del terror. Por el contrario, el gran objetivo de Cromwell fue el saneamiento y estabilización tras la división provocada por la guerra civil. Su actuación fue muy pragmática, a través de la puesta en práctica de variadas fórmulas políticas y constitucionales.

En primer lugar, trató durante cuatro años de trabajar con el Rump, aquel residuo del Parlamento convocado en 1640 que había sobrevivido a la purga. Muchos militares se verían defraudados ante la negativa de este organismo a emprender reformas de carácter radical, por lo que Cromwell procedió a su disolución en abril de 1653, cediendo a presiones dirigidas a conseguir la convocatoria de una asamblea elegida entre los puritanos fanáticos, los piadosos, que estaban convencidos de que Dios guiaba sus actos. Inspirado en el sanedrín judío, este Parlamento de santos se dividiría profundamente y la mayoría de sus miembros acabaría por renunciar a sus cargos. Esta experiencia —que posteriormente Cromwell atribuiría a su propia ignorancia e insensatez— serviría para reforzar su negativa a admitir que contaba con el favor divino.

Aceptó entonces la propuesta de uno de sus generales para establecer una Constitución de índole más tradicional. Se instituía así un órgano ejecutivo único, calificado no de rey, sino de Protector, y un Parlamento elegido compuesto por una sola cámara. Las relaciones de Cromwell con este Parlamento no fueron fáciles. Al principio —en 1654— desafió reiteradamente la autoridad del Protector, pero más adelante —entre 1656 ó 1657— procedió de forma más sutil ofreciéndole la Corona. Tras muchas dudas acabaría por negarse, pero decidió establecer una segunda cámara —u Otra cámara— destinada a representar en mayor medida a sus sectores sociales de apoyo. Esta inclinación hacia la Cámara Baja se haría progresivamente más evidente, hasta que en febrero de 1658 Cromwell decidió bruscamente disolver el Parlamento. Dejad que Dios elija entre vosotros y yo, exclamaría en aquella ocasión.

Los diferentes ordenamientos plasmados en la década de 1650 demostraron que Cromwell carecía de visiones dogmáticas sobre las formas de gobierno, aunque de hecho prefería aquellas que se asemejaban al viejo orden. Pero si había sido capaz de atraerse a la mayor parte de la antigua élite gobernante, cabe preguntarse por qué sus intentos de saneamiento y estabilización finalmente fracasaron. Había para ello dos razones primordiales.

En primer lugar los intentos de Cromwell por establecer una reforma del sistema de seguridad pública y de la moral provocarían resentimientos. Prohibió las peleas de gallos, las carreras y otras actividades masivas que pudiesen servir para encubrir una sedición; mientras, sus agentes locales se dedicaban a suprimir la inmoralidad. Se prohibió asimismo la celebración de la Navidad y el abuso del asueto dominical. Las autoridades se mostraban especialmente interesadas en cerrar las cervecerías los domingos por mucha que fuese la afluencia de clientes. Aquí puedo conseguir un vaso de cerveza —comentaría alguno— mientras que en la iglesia podría conseguir hasta nueve. Tal grado de represión moral reflejaba la debilidad del régimen, que pretendía sanear y estabilizar, pero utilizando solamente sus propios términos. De hecho. Cromwell no estaba dispuesto a sacrificar los que consideraba frutos de la guerra civil.

  Buscando aprobación para su régimen, necesitaba del apoyo de los elementos sociales dominantes, es decir, los terratenientes y las élites urbanas. Solamente ellos poseían el poder económico y el prestigio social, en un medio donde el sentido jerárquico era lo suficientemente fuerte para dominar el sistema electoral. Solamente ellas disponían de los niveles de bienestar y riqueza suficientes para integrar un Parlamento cuyos miembros no eran retribuidos por sus funciones. Por esta razón, Cromwell trataría de atraerse el apoyo de estos elementos dominantes.

Era evidente que los monárquicos no iban a responder calurosamente a las pretensiones de un hombre implicado en la muerte del rey, y que además había actuado contra los anteriores parlamentarios. Mientras, los radicales —escasos en número y divididos entre sí— le censuraban con saña, denunciando su compromiso con el viejo orden social y político en lugar de dedicarse a destruirlo. Mucho más numerosos eran los elementos moderados, comúnmente conocidos como presbiterianos. De hecho, si Cromwell conseguía su apoyo podría hacer posible todo lo que planeaba.

En cierta medida, los presbiterianos estaban dispuestos a cooperar con él; y muchos de ellos aceptaron cargos en el gobierno local e incluso en el Parlamento. Pero en realidad solamente lo hacían con el fin de ocupar posiciones desde las cuales transformar el régimen desde dentro.

Los desacuerdos existentes estaban centrados en tres puntos fundamentales. El primero de ellos era la misma forma de gobierno. Los presbiterianos habían apoyado la restauración monárquica de Carlos I, pero se habían visto frustrados en sus esperanzas por la Purga del coronel Pride. Afirmaban que la monarquía era la mejor garantía para el mantenimiento del orden social vigente —y de su propia localización en el interior del mismo— como única forma legítima de gobierno. La legislación generada en la década de 1650 no tenía tales pretensiones de autoridad, y por ello le fue ofrecida a Cromwell la Corona. La mayor parte de los presbiterianos hubiera preferido probablemente a Carlos II, pero haciendo de tripas corazón estaban dispuestos a convertir a Cromwell en monarca. Un soberano, por otra parte, cuyos poderes debían estar claramente definidos y ser más amplios que los que implicaba el cargo de Protector.

Cromwell, por su parte, no profesaba hostilidad doctrinaria alguna en contra de la institución monárquica. Para él la calidad de rey era similar a la de Protector. Temía, sin embargo, que los republicanos de la línea dura del ejército pudiesen negarse a su aceptación de la Corona. Afirmó así que se le oponían algunos hombres buenos, hombres que habían luchado por la vieja buena causa y cuyos principios merecían todos los respetos. Esta negativa le impulsaría en definitiva a establecer ulteriores argumentaciones acerca de los poderes del Protector, tratando al mismo tiempo de hacer la figura de éste más responsable ante el Parlamento.

Una segunda fuente de tensión estuvo situada en el ejército. Para los esquemas del siglo XVII el Nuevo Ejército Modelo era muy disciplinado, pero en realidad no todos los soldados que lo integraban se sentían suficientemente motivados por su supuesto carácter divino. Muchos miembros de los cuerpos de infantería habían sido enrolados mediante levas, y las fricciones mantenidas con la población civil eran frecuentes.

Pero el mayor problema fue acaso el producido por el sentido de honradez propia y el consecuente intrusismo del ejército en la vida pública. El ascenso realista de 1655 fue seguido por un año de declarado gobierno militar, pero en general la población no podía dejar de considerar que al fin y al cabo el mismo régimen dependía del ejército para su supervivencia. El rechazo de la Corona por parte de Cromwell no haría más que confirmar esta idea.

Por otra parte, las elevadas sumas que se precisaban para pagar a los soldados habían hecho que los niveles fiscales propios de tiempos de guerra se mantuviesen a lo largo de toda la década de 1650. En realidad, una de las razones por las que Comwell convocó a los consecutivos Parlamentos fue para contar al menos con una apariencia de consentimiento legal dado a estos impuestos.

La confianza de Cromwell en su ejército se hallaba en parte basada en su natural lealtad, y en parte porque pensaba que de aquél dependía lo que consideraba como el mayor beneficio producido por la guerra civil: la libertad religiosa.

Los presbiterianos se mantenían adheridos a la tradicional creencia basada en la necesidad de una sola iglesia nacional para preservar la verdad religiosa y los valores morales cristianos. Por su parte, las sectas puritanas que aparecieron en los años cuarenta argumentaban que las iglesias debían ser asociaciones voluntarias de santos visibles, que debían apartarse de los malvados a la espera de juicio final. Pero para los presbisterianos tal voluntarismo era susceptible de provocar ideas abominables y heterodoxas.

Los agitadores religiosos afirmaban que el elegido de Dios debía hallarse limpio de pecado; de forma que la mayor parte de los que hubiesen cometido alguna falta sin tener conciencia de su culpa podrían, probablemente, salvarse. Los cuáqueros —por último— buscaban la autoridad religiosa y la verdad no en la Biblia, sino en la luz interior que moraba —decían— en cada persona; que solamente la conseguiría si así lo reconocía de forma expresa. Asimismo, mostraban una actitud de preocupante insubordinación con respecto a los magistrados y sacerdotes que no compartían sus particulares puntos de vista.

Los presbiterianos sostenían, partiendo de casos extremos que, a menos que cada uno no estuviese decidido a pertenecer a una iglesia, sobrevendrían la heterodoxia y el caos. Después de todo, la iglesia había sido hasta entonces tanto instrumento de disciplina moral y social como institución de índole espiritual.

Para Cromwell, sin embargo, los hombres necesitaban ser libres para poder acceder a su propio conocimiento de Dios. Era —según él— una arrogancia que los simples mortales afirmasen conocer la voluntad divina o hallarse en posesión del monopolio de la verdad. Era igualmente arrogante el pretender castigar aquello que se consideraba un error, como si Dios fuese incapaz de castigar por sí mismo los errores. Esta divergencia de opiniones se manifestaría claramente cuando un cuáquero —James Nayler— entró sobre un asno en Bristol el Domingo de Ramos, en abierta imitación de la entrada de Cristo en Jerusalén. El Parlamento discutió largamente la aplicación de un castigo adecuado para este blasfemo. Se pronunció finalmente en contra de la pena de muerte, pero decidió que debía ser marcado a fuego, azotado y su lengua dos veces perforada. La opinión de Cromwell, afirmando que Nayler no era más que un excéntrico inofensivo que debía ser castigado cuando Dios lo considerase oportuno, fue ignorada. En teoría, él consideraba que el espíritu de tolerancia tenía muy pocos límites. De hecho, solamente excluía a aquellos cuya religión constituyese una amenaza para el Estado: anglicanos y católicos. Pero en realidad admitía que incluso estos elementos podían realizar sus propias prácticas con tal que lo hiciesen de forma discreta. En este sentido se permitió a los judíos el libre establecimiento en Inglaterra por vez primera en varios siglos, lo que había de provocar protestas profundamente anti­semitas entre algunos presbiterianos.

La religión dominó toda la existencia de Cromwell. Impregnaba su lenguaje al tiempo que le proporcionaba un armazón teórico a partir del cual pudo observar la conducta humana y los hechos terrenales. Esto le aportaría suficiente fuerza moral para hacer frente a las responsabilidades de gobierno, y también le sirvió para evitar sufrir un empacho de poder.

El puritanismo inglés contenía en su interior dos impulsos contradictorios. Uno, dirigido hacia la libertad, con las relaciones personales e individualizadas con Dios y la posibilidad de interpretar la Biblia de forma autónoma. Otro, enfocado hacia la represión. Los puritanos estaban obsesionados con las leyes moralizadoras del Antiguo Testamento y con la ubicuidad del pecado. En la misma personalidad de Cromwell se encuentra una extraña mezcla de tolerancia y severidad. Pero de ningún modo ofrecía la imagen del puritano como un rígido fanático. Fumaba, amaba la música y la buena conversación, y cuando describía la necedad humana decía que era como si se decidiese prohibir la venta de vino por miedo a que la gente se emborrachase. Pero la complejidad y contradicciones de su carácter facilitarían, en definitiva, muy poco el acuerdo general que trató de establecer.

Resulta, sin embargo, muy difícil afirmar que alguien —aun siendo emocionalmente estable y clarividente— podía haber conseguido entonces un consenso cuando los fundamentos del régimen vigente eran básicamente antagónicos. Cromwell contó con la colaboración de parlamentarios elegidos solamente a cambio de su promesa de que respaldarían los instrumentos de gobierno. Varios centenares de ellos, que se negaron a esta exigencia, fueron expulsados. Pero cuando fueron readmitidos —a comienzos de 1658— la Cámara de los Comunes se hizo rápidamente ingobernable. A pesar de lo meritorio de sus intenciones y a pesar de lo laudable de sus cualidades personales, Cromwell estaba destinado al fracaso. Soy tan partidario del gobierno consensuado como cualquier otro —se lamentaba— pero, ¿dónde voy a conseguir este acuerdo?

El día 3 de septiembre de 1658, Cromwell murió. El sucesor elegido era su hijo Richard, hombre mediocre y amable, pero no militar. Los presbiterianos esperaban que pusiese bajo control a las fuerzas armadas, pero pronto se demostraría dónde estaba realmente el poder. El ejército obligó a Richard a disolver el Parlamento que había convocado a principios de 1659, tras lo cual el segundo Protector cesó en sus funciones.

Sin un Oliver que proporcionase vías de entendimiento entre el ejército y la sociedad civil, los mandos militares trataron de organizar una especie de asamblea que sirviese de cobertura al gobierno castrense, ofreciendo una falsa apariencia de civilismo necesaria para conseguir la recaudación de los impuestos. Los diputados del Rump que se oponían a esto fueron destituidos mientras que una rebelión —iniciada en agosto de 1659— fue rápidamente aplastada. Para entonces nada podía desafiar al ejército, siempre y cuando éste mantuviese su unidad interna. Pero en otoño de aquel mismo año esta unidad desaparecería. El comandante de las fuerzas estacionadas en Escocia —el general Monk— denunció la disolución del Rump y se dispuso a marchar sobre Inglaterra. Sus intenciones finales no estaban claras, probablemente incluso para él mismo, pero su actitud sirvió para impulsar los movimientos de oposición al ejército, que llegaron a manifestarse de forma abierta. Se evidenciaba ya para entonces un extendido sentir popular que exigía la convocatoria de un Parlamento libre y que estaba dirigido contra el gobierno militar. Actitud ésta presente especialmente en Londres, donde los soldados sufrían tales humillaciones y eran tan despreciados y abucheados por la población que tenían miedo de ir allí. Pero mientras todas las facciones presentes trataban de conseguir el apoyo de Monk, él mascaba tabaco, observaba profundamente y apenas pronunciaba palabra. Por último, el día 21 de febrero de 1660 se decidió a actuar. Ordenó al Rump que readmitiese a aquellos miembros que habían sufrido la purga, restaurando así el Parlamento tal como había estado en 1648, es decir, con una mayoría presbiteriana. Exigió entonces la celebración de elecciones para la formación de un nuevo Parlamento.

Ahora que el electorado podía expresar sus deseos, estaba claro que la monarquía debería ser restaurada. Pero los presbisterianos esperaban imponer al nuevo rey condiciones muy estrictas, similares a las presentadas a Carlos I en 1648; sin embargo, fracasaron en su intento. Los resultados electorales demostraron de forma evidente la fuerza del sentimiento monárquico entre la población. Mientras, Carlos II debilitaba a sus potenciales opositores con la Declaración de Breda. Por medio de ella se comprometía a transferir al Parlamento varias decisiones sobre contenciosos planteados, incluyendo la solución del problema religioso y el de la indemnización a pagar a quienes habían apoyado militarmente a la Corona. Aseguraba, además, que el rey no quería imponer de forma arbitraria sus propios puntos de vista religiosos o descargar su venganza sobre sus enemigos.

Las guerras civiles confirieron a los ingleses una fama de radicalismo y republicanismo que no merecían. Por muchos conceptos, la sociedad inglesa fue, durante el siglo XVII, mucho más pacífica y ordenada de lo que lo había sido nunca antes. Las tradiciones medievales de gobierno consensuado, que en el continente estaban amenazadas por el ascenso de las monarquías absolutas, se mantenían vigentes. Pero ya se evidenciaba al mismo tiempo la necesidad de contar con una monarquía efectiva, así como la generalizada esperanza que la población tenía en un rey que gobernase para el bien común. La negativa de Carlos I a responder a estas expectativas había producido la crisis de 1640; su obstinada renuncia a aceptar el hecho de que la derrota bélica le obligaba a hacer concesiones había hecho inevitable la purga y su propia ejecución. En sus esfuerzos por vencer al Parlamento se había conducido bajo formas que muchos consideraron infinitamente más tiránicas que los peores excesos propios del gobierno monárquico. Ello también había creado al mismo tiempo en el interior del nuevo ejército un monstruo de Frankenstein que se revolvió y acabó destruyendo a su creador. En otras circunstancias esto hubiera conducido a un régimen despótico y a una dictadura republicana de virtuosismo puritano. Pero gracias a Oliver Cromwell no se produjo, manteniéndose el espejismo de una solución basada en un acuerdo. De hecho, siempre estuvo claro que sólo el fin del gobierno militar y la restauración de la monarquía podrían hacer posible el ansiado compromiso. Idea que estaba presente en la mente de todos.

 

 

 

María, hija de Jacobo II, y Guillermo de Orange, por A. ran Dyck (Rijksmuseum. Amsterdam). Para mejorar sus relaciones con el Parlamento. Carlos II se avino al casamiento de su sobrina con Guillermo III, estatúder de Holanda, y a reforzar su actitud episcopalisla.

Carlos I de Inglaterra

Oliver Cromwell

Ejecución de Carlos I

Cotízales Cokes (Museo de Amiens). Cuando, perdido su ejército, el rey de Inglaterra se refugió en Escocia y fue entregado por ésta al Parlamento, quizás hubiese podido salvarse aún, pero no se dignó defenderse, pues estaba convencido de que su juicio y sentencia dependían del cielo.

Jacobo I de Inglaterra, según cuadro atribuido a Pablo van Sotuer (Museo del Prado. Madrid).
A la muerte de Isabel I, la corona de Inglaterra recavó en Jacobo, el hijo de María Estuardo.
Su principal objetivo en política exterior consistió en llegar a la paz con España, a ser posible mediante una alianza matrimonial.

Conferencia de Somerset House, en Londres, para establecer la paz entre Jacabo I de Inglaterra y Felipe III de España y los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia, soberanos de los Países Bajos. Los dos personajes representados en la parte superior izquierda del cuadro son el ministro extraordinario y embajador plenipotenciario español Juan Fernández de Velasen, comendador de Castilla y duque de Frías, y el embajador español Juan de Tassis. conde de Villamedina. El segundo de la parte superior derecha es Carlos de Ehfingham Howard, conde de Nottingham.

Juego de cañas celebrado en la Plaza Mayor de Madrid en honor del príncipe Carlos de Inglaterra y su favorito Buckingham (col. particular, Madrid). El intento de establecer una alianza con España mediante el casamiento de una infanta con el heredero de Inglaterra terminó en un rotundo fracaso. La diferencia de religión fue un obstáculo completamente insalvable para la corle española.

George Villiers. primer duque de Buckingham, en la época de su viaje a España (National Maritime Museum, Londres). Villiers empezó su carrera sirviendo a Jacobo I, que le hizo duque en 1623, apoyado después en la amistad personal que le unía a Carlos I, gobernó con la oposición del Parlamento. Murió asesinado en 1628, cuando iba a embarcarse en una expedición destinada a socorrer a los hugonotes de La Rochela

Ejecución pública de Lord Strafford

Mapa de Batallas durante la Revolución en el año 1643

Cromwell en la batalla de Naseby

detalle de ataque de caballeria en la Batalla de Marston Moor, al mando Essex y Cromwell

Mapa de Batallas durante la Revolución años 1644 -1645

La dinámica del desarrollo mercantil y financiero del conjunto inglés (con unas minorías decididamente lanzadas a una ambiciosa expansión marítima y colonial, a partir de la época de la gran reina Isabel I) condicionó evidentemente el crecimiento y la maduración de un grupo social burgués, con mentalidad y objetivos nuevos acordes con los horizontes que iba continuamente abriendo el progreso del primer capitalismo en todo el ámbito de Europa occidental. El desarrollo capitalista, efectivamente -y de forma lógica e inevitable-, debía impulsar un proceso de maduración social y el auge de una toma de conciencia que culminaría en el segundo tercio del siglo XVIII con el movimiento que iba a conducir a la primera revolución inglesa, definida precisamente por un intento de superar los obstáculos que la monarquía absoluta presentaba a un complejo núcleo de actividades socioeconómicas y culturales.

Vale la pena detenerse en el análisis de algunos hechos que pueden ayudar a situar el planteamiento que estamos apuntando. En 1641, por ejemplo, el antagonismo a los Estuardos es fundamentalmente una aversión, una rotunda y clara oposición al funcionamiento de todo tipo de formas de control; de un tipo de control que afectaba a los planos religiosos, económicos, corporativos, etc., creando un evidente malestar entre los súbditos de la corona. En resumidas cuentas, los hombres que hicieron la revolución de 1653 trataban de hallar los medios de limitar las funciones de la autoridad, de modo que tal limitación otorgara seguridad a sus bienes particulares y a sus personas. Desencadenado el movimiento en pro de dichos objetivos -típicamente insertos en la línea de un decidido desarrollo capitalista que, a su vez, acompañaba a un fuerte impulso burgués, según ha quedado apuntado anteriormente-, era difícil establecer el límite o freno del movimiento revolucionario. Por todo ello, la misma guerra civil y la misma trayectoria de la primera revolución debían conducir a la Restauración y, asimismo, a una nueva y relativa acción revolucionaria. En este sentido han señalado atinadamente autores como Laski que no es excesivo afirmar que la Restauración fue una combinación de propietarios de todos tipos que, sensibilizados ante el problema de poner coto a un desbordamiento social, pensaron en aliarse para establecer un sistema que muy pronto hizo comprender, por ejemplo, a Carlos II, que, fuere lo que fuere lo restaurado, el nuevo sistema político no significaba en absoluto el retorno al viejo orden de cosas anterior.

En definitiva, de forma más o menos trabajosa -y paralelamente a intentos de amplitud parecida en otros frentes de Europa, tal como ocurrió en Holanda, aunque con un resultado final distinto- el mundo capitalista y burgués británico supo poner en marcha un mecanismo de transformación social y política de la plataforma general de Inglaterra, que a partir de 1688 pondría las bases, estables y maduras, para la puesta en marcha de un complejo proceso de innovaciones técnicas y económicas, que otorgarían a la isla un siglo de ventaja sobre el continente en el terreno de las innovaciones industriales, de modo que, tal como muy bien ha señalado P. Mantoux, Inglaterra pudo iniciar a partir de 1 700 su revolución industrial, cuando en el continente tardaría algún tiempo en iniciarse y sería necesario esperar aún al formidable crack político de la revolución burguesa de Francia en 1789.

 

Carlos II llega a Rotterdam en su camino hacia Inglaterra, por L. Verschuier (Rijksmuseum, Amisterdam). Después del golpe de estado del general Monk. Carlos, el hijo de Carlos I. que había vivido en Francia, Alemania y los Países Rajos, se trasladó a Inglaterra atravesando el territorio holandés.

Jacobo II de Inglaterra (National Portrait Gallery. Londres). El mayor inconveniente con que topó Jacobo II, hermano y sucesor de Carlos II. fue su religión católica. Quiso mejorar las condiciones de los católicos de sus reinos, así como las relaciones con Roma. Los partidos políticos ingleses y el Parlamento se opusieron a estos intentos y ofrecieron la corona a Guillermo III de Holanda, yerno del rey. Jacobo II hubo de huir de Inglaterra ayudado por el propio Guillermo.

Batalla de Boyne, por Jan van Huchtenburch (Rijksmuseum, Amsterdam).

El aspecto internacional de la guerra estaba bien representado en las dos orillas del Boyne. En la orilla del norte, bajo el mando del Estatúder de Holanda, que era al mismo tiempo rey de Inglaterra, se alistaban regimientos ingleses y colonos del Ulster, destacamentos de la mitad de los países protestantes de Europa y hugonotes refugiados de Francia. En la orilla del sur se alineaban no sólo las tumultuosas y mal disciplinadas levas de campesinos irlandeses y los bravos jinetes de la isla, sino también las guerreras blancas de los batallones franceses.
La destrucción del ejército de Jacobo aquel día (l.° de julio de 1690) y su propia huída primero del campo de batalla y después a Francia, puso a los vencedores en posesión de Dublin y de las tres cuartas partes de Irlanda. La Revolución inglesa estaba salvada, e Inglaterra había puesto el pie en el primer peldaño de la escala que la llevó en los años siguientes a las alturas del poder y la prosperidad. La misma acción volvió a hundir a Irlanda en el abismo.
Abandonados por Jacobo, pero dirigidos por un nuevo jefe nacional, Sarsfield, los irlandeses se agruparon detrás de la ancha defensa natural del río Shannon. Guillermo sitió Limerick sobre el Shannon, pero se defendió con el mismo espíritu con que el año antes se había defendido Londonderry. El sitio fue levantado, debido en parte a las hazañas de Sarsfield, que cortó la línea inglesa de abastecimientos. Guillermo tuvo que regresar, dejando sin conquistar una cuarta parte de Irlanda. Pero al año siguiente (1691) sus lugartenientes completaron la obra, forzando el paso del Shannon, destruyendo al ejército irlandés en Aughrim y obligando a Sarsfield a capitular, después de un segundo sitio de Limerick.